lunes, 29 de septiembre de 2008

La mudanza

Lunes: semana nueva y piso nuevo.

Después de un fin de semana realmente extenuante, anoche dormí en mi nuevo piso. Todo el día de ayer tuve una brigada de trabajo formada por unos hombres estupendos en todos los sentidos (mi padre, mis hermanos y Biel), a los que se unió mi madre en calidad de capitana general de todos los ejércitos. Con todos ellos y una furgoneta se consumó la mudanza.

Yo no lo viví en directo, porque estaba organizando los cachivaches en el otro sitio, pero por lo que me han contado sacar el somier del piso de alquiler fue como para vender entradas. Tuvieron que subirlo a la azotea y desde allí bajarlo con cuerdas. Todo ello sobre el tejado y con más de una docena de guiris mirando, esperando que alguien se estampara contra el suelo para poder colgar el vídeo en you tube. Por desgracia para ellos –para los turistas, quiero decir-, las únicas bajas reseñables fueron un par de tejas (¡que nadie se lo diga a mi casero, que me lo descuenta de la fianza!).

Terminamos a las tantas y media. Dicen que cambiarse de piso es una de las situaciones más estresantes por las que puede pasar una persona. Yo puedo asegurar que es de las más agotadoras. Hoy, no sé si como consecuencia de la paliza o por otras razones, estoy, aparte de cansada, medio constipada. Me ha costado ponerme en marcha esta mañana y más todavía ir al instituto esta tarde. Me habría saltado clases hoy si no fuera porque el jueves y el viernes me fugué de las últimas horas para ir al teatro. Un día de estos os contaré lo que vi, porque viene al caso.

Eso sí, estoy encantada de tenerlo todo casi listo y de estar, al fin, en mi piso. He cumplido con lo que me había propuesto, tenerlo arreglado antes del jueves, cuando me vuelven a envenenar. Si le digo a la oncóloga lo que he hecho estos días, me mata con sus propias manos, no con la quimioterapia como está haciendo ahora. Por suerte, nadie se lo va contar, así que no tiene por qué enterarse. Incluso para una chicarrona del norte como yo, quizás lo de este fin de semana haya sido un poco excesivo.

La celebración del día de hoy es múltiple: es el aniversario de bodas de mis padres, es el cumpleaños de mi padre y su medio santo (se llama Joaquín Miguel, qué se le va a hacer). No sólo tengo la suerte de tener unos progenitores estupendos, sino que además son bien guapos. Comprobadlo en la foto los que no los conocéis. El que está en el centro es mi hermano, que también celebra hoy su medio santo. Para ellos, y también para Biel por su onomástica, felicidades, que sigáis así de bien y, sobre todo, ¡que yo lo vea!

viernes, 26 de septiembre de 2008

El plan B, en marcha

Coincidiendo con los días en los que me encuentro mejor, he empezado las clases del ciclo de Asesoría de Imagen Personal. Además, estoy con lo de la mudanza. Por las mañanas hago cajas y voy llevando cosas al piso nuevo y por la tarde, de cuatro menos cuarto a nueve y media, voy al instituto. Esas son las razones por la que he tenido un poco abandonado el blog durante esta semana.

Ser alumna otra vez es una experiencia bien curiosa. Más curioso es todavía ir a unas clases donde se explican contenidos más bien superficiales desde un punto de vista supuestamente científico. Por ejemplo, el miércoles tuvimos que tomar apuntes de las diferencias que hay entre el prêt-a-porter y la alta costura. Yo lo dije en broma, pero para algunas asignaturas debemos llevar quince revistas de moda y dejarlas en clase porque es el material que vamos a utilizar para hacer análisis e informes.

Me ha sorprendido agradablemente ver que no soy la mayor del grupo que, por otra parte, es de lo más heterogéneo. Por un lado, hay bastantes alumnas que están en el ciclo porque quieren pasar después a enfermería o fisioterapia –el ciclo, aunque parezca mentira, da acceso a esas carreras y a otras como cualquier ingeniería técnica; ya me explicará alguien la relación entre esos estudios-; después hay un grupo que hade asesoría por gusto –donde me incluyo-; luego hay bastantes personas que han ido probando otros estudios –desde filosofía hasta periodismo pasando por diseño gráfico- y se han matriculado para ver si esto les gusta y descubren su verdadera vocación; y, finalmente, algunas alumnas que han hecho peluquería o estética han llegado al superior mediante la prueba de acceso.

Como me esperaba, no hay prácticamente hombres; de hecho, había tres chicos matriculados y uno de ellos, en mitad de nuestra primera clase de estética, cuando la profesora nos explicaba el tipo de material que teníamos que comprar y nos pasaba los pinceles y los cosméticos para que los viéramos, se levantó y pidió permiso para salir diciendo “creo que me he equivocado de ciclo”. Hablando de comprar, me tengo que gastar medio sueldo en rulos, peines, brochas y pinturas. La profesora que nos da prácticas, y que es una verdadera barbie superstar, nos recomendó una marca de pinceles diciendo que no eran muy caros y que “con ciento cincuenta o doscientos euros saldréis”. ¡Doscientos euros en brochas! ¡Si venden unos maletines monísimos que por cincuenta euros vienen con todas las cosas que una pueda imaginar! Es verdad que luego rasca todo, pero a quién le importa si es barato.

Tengo pocos profesores, porque la mayoría imparte más de un módulo, y con la excepción de una, que me pareció impresentable en su primer día de clases por no llevar nada preparado, el resto me gusta bastante. La tutora me parece muy competente, con las ideas muy claras, y se explica con más que aceptablemente. El que nos da las asignaturas comunes a todos los ciclos (FOL, formación y orientación laboral; RET, relaciones en el ámbito del trabajo; y AG, administración y gestión de la pequeña empresa) es un ex profesor de lengua castellana reconvertido por decisión propia, y no lo hace nada mal. La que nos da las asignaturas prácticas (peluquería y estética), la barbie, aparte de ser buenísima con los rulos y los pinceles, se explica muy bien y no le molesta que la llames continuamente para que te explique algo. Por cierto, ya aviso de que voy a tener que repetir la asignatura de rulos: llenar una cabeza de ellos y que no se te escape la mitad de la melena entre pincho y pincho me parece lo más difícil que he estudiado en mi vida. Tendré que ir a septiembre, qué se le va a hacer.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Un poco de historia (X): "El hombre que CASI nunca sonríe"

El lunes 30 de junio empecé mi cometido como presidenta del tribunal de oposiciones, así que tuve ocupaciones delicadas y urgentes durante dos semanas. Eso no quiere decir que el pensamiento no se me fuera de tanto en tanto a lo que me esperaba, pero me distrajo del cáncer como única preocupación.

El mismo día llamé por teléfono a El Hombre Que Nunca Sonríe para informarle de lo que me había dicho la doctora (así funcionan las cosas en el mundo de la sanidad privada; o eres autosuficiente o no sé yo si te curan) y volví a verle el lunes 7 de julio para que me preparara toda la documentación que iba a tener que llevar al seguro para que me diera las autorizaciones. ¿A que os suena? Es como en la película “Atrapado en el tiempo”, donde el protagonista se ve abocado a repetir el Día de la Marmota. Lo que yo repito una y otra vez es el Día de la Burocracia y el Papeleo Inútil en la Sanidad Privada.

El lunes 14 de julio le llevé al médico todo debidamente autorizado –por la mañana del mismo día había pasado por Conselleria a cerrar definitivamente lo de las oposiciones, así que mejor coordinado no pudo estar- y, al día siguiente, ingresé de nuevo en la Clínica R., donde esta vez sí sabía lo que me iban a hacer con toda seguridad: aprovechando la misma cicatriz que tenía me iban a quitar unos cuantos ganglios de la axila y me dejarían un drenaje durante unos cuantos días. La operación fue bien, es lo que tiene ser una veterana del quirófano, por la noche ya me dieron de beber y todo transcurrió como se esperaba.

Al día siguiente me dieron un desayuno de risa y, para comer, me presentaron una dieta blanda, en absoluto adecuada para una tragaldabas de Bilbao como yo: una crema de verduras de primero, un puré de segundo y una compota de manzana de postre. Cuando el doctor T pasó a verme por la tarde, y cuando parecía impensable, se produjo la transformación. Le dije que estaba muerta de hambre porque me habían dado de comer “puré de primero, puré de segundo y puré de postre” y, ¡atención!, las comisuras de los labios se le elevaron de una forma que mi cerebro tardó en procesar, incrédulo ante lo que veía. Pero, sí, ¡era una sonrisa! ¡El Hombre Que Nunca Sonríe no está físicamente incapacitado para la risa, como yo creía! Sus músculos faciales funcionan perfectamente y en ese segundo tan especial se convirtió ante mis estupefactos ojos en El Hombre Que CASI Nunca Sonríe. Por desgracia, nunca se me ha vuelto a presentar esa personalidad oscura de este superhéroe tan particular.

Ya alimentada como la persona que soy, me fui recuperando a buen ritmo y el jueves ya querían darme el alta, pero pedí quedarme hasta el viernes, porque lo del drenaje la verdad es que es, por decirlo llanamente, un rollo. Salí con él de la clínica, pero llevar colgando una botella de cristal de medio litro con un contenido sanguinolento en su interior no facilita precisamente la vida social, así que estuve enclaustrada en casa de mis padres hasta el lunes, cuando volví a la consulta del doctor T para que me librara definitivamente de tan incómodo adminículo.

Antes, durante los días de ingreso, estuve haciendo ejercicios, ayudada por una pelotita de goma, para evitar perder movilidad y, en lo posible, que se me hinchara el brazo, una de las posibles complicaciones del vaciamiento axilar. Por cierto, el mismo viernes antes de salir ya tuve el resultado de la biopsia: también tenía metástasis en los ganglios de la axila. De los quince que me quitaron, tres estaban infectados. Fue una mala noticia, que me costó otro berrinche, aunque, puesta a ser práctica, después pensé que la operación no había sido en vano. Les pasaba a bastantes mujeres, porque antes por sistema se quitaban los ganglios de la axila junto con el tumor, que sufrían un postoperatorio bastante incómodo por algo que no hubiera sido necesario, porque muchas biopsias daban negativo.

No fue mi caso. En resumen, de los diecisiete ganglios que me extrajeron en las dos operaciones, cinco tenían metástasis. Cuando pregunté si eso significaba que el cáncer pudiera estar extendido a otras partes, tanto El Hombre Que CASI Nunca Sonríe como la oncóloga, a la que visité tres días después, me dijeron que no. Es más, ella me remarcó que, en ese momento, yo ya no tenía cáncer y que todo lo que iba a venir a continuación era única y exclusivamente profiláctico.


viernes, 19 de septiembre de 2008

A los que faltan

Llevo días dándole vueltas a esta entrada. Para mí esto es lo más difícil de escribir de todo lo que he hecho hasta ahora y enseguida entenderéis por qué.

En estos días en que el blog se ha convertido en una especie de extraordinaria e impensada fiesta de reencuentro con ex alumnos, no puedo evitar acordarme de los que faltan.

Me acuerdo mucho de Tomeu, del que se acaba de cumplir el primer año de su muerte. El otro día, en la sesión de evaluación de 2º de Bachillerato, no hacía más que rememorar otra sesión de evaluación, en septiembre pasado, cuando nos quedamos enrocados en su caso. Estas cosas pasan y, aunque haya alumnos que piensan lo contrario, puedo asegurar que, en todos los casos, se toma la decisión que favorece al alumno. Nadie entra con todo aprobado a una junta y sale con dos suspensos; al revés, puedo citar decenas de casos. No desvelo ningún secreto si cuento que Tomeu no había aprobado los exámenes de septiembre. Estuvimos discutiendo como veinte minutos, decidiendo qué sería lo mejor para él. Al final, pensamos –todos sus profesores- que, en su caso, lo mejor era aprobarle. Ya había utilizado cuatro años en el bachillerato y no podía repetir más, así que salía del instituto sin el título y sin posibilidad alguna de obtenerlo después. Alguien habló de no cortarle las alas y de sus opciones de futuro. Qué paradoja, teniendo en cuenta que aquella noche tuvo el accidente que habría de costarle la vida. Muchas veces he pensado, con un nudo en la garganta, que si no lo hubiéramos aprobado no habría salido a celebrarlo y no se habría matado. Pero también he pensado que, quizás, habría salido para olvidar y también se habría quedado en aquella cuneta. Quién sabe.

Quiero recordarle, además, con un detalle que dice mucho de él. En la cena de final de curso pasó algo que ya empieza a ser habitual: algunos alumnos pidieron unas bebidas que no entraban en el precio del menú y a la hora de pagar se escaquearon, dejando la cuenta para los profesores. El único alumno que se quedó, dio la cara y pagó no sólo sus copas sino también algunas de otros, fue él. Es verdad que después desapareció y que llamó cuando el autocar estaba saliendo del Port d’Alcúdia para decir que nos lo habíamos dejado en el restaurante, pero así era Tomeu.

Recuerdo también a Javi y el cambio que dio en COU después de habérnoslas hecho pasar canutas en aquel 2º de BUP horroroso (por cierto, aprovecho para saludar a los que me tiraron el bote de pintura blanca en mi coche nuevo de color verde bosque; para que veáis que no todos los alumnos me aprecian). Seguramente, ahora sería un excelente profesor de historia, y a lo mejor se sentaría en el claustro de profesores con nosotros y nos habríamos encontrado en alguna sesión de evaluación discutiendo casos como el de Tomeu.

Y, cómo no, me acuerdo de Sandra –¡qué delicia de alumna, pero, sobre todo, qué delicia de persona!-, siempre sonriendo. Cuando el día de La Patrona vi a Alicia en la retransmisión de IB3, no hacía más que pensar que allí podría estar Sandra, contangiando aquella alegría de vivir tan suya. El día en que los féretros de Javi y Sandra llegaron a Pollença sigue siendo para mí uno de los peores de mi vida, a pesar de todas las cosas que me han pasado después. No tengo palabras para describir aquella tristeza infinita.

Finalmente, no he olvidado tampoco a una alumna que tuve en 3º de BUP, sólo durante el primer trimestre –murió en Navidad-, aunque tengo que confesar para mi vergüenza que no recuerdo su nombre (¿Genoveva? Sé que era poco común y largo). Sí que me acuerdo de cómo era físicamente y de su timidez y discreción en clase. Puedo contar incluso qué estaba cenando y con quién cuando me enteré de aquel accidente tan absurdo como desafortunado que la mató, pero no sé cómo se llamaba.

Todo esto, y aquí es donde quería llegar, es para deciros que hagáis el favor de cuidaros, que la próxima vez que pase lista no quiero que falte nadie más.


jueves, 18 de septiembre de 2008

"Mi" vida normal

Biel, seguramente la persona que más me conoce, me dijo hace poco: “Una cosa es hacer vida normal y otra cosa es hacer “tu” vida normal”. Se refería sin duda a que en condiciones normales acabo haciendo un montón cosas en un día. Con lo que he hecho hoy habría que darle la razón.

Ayer acabé con las inyecciones para regenerar la médula ósea (gracias, Xisco) que tan poco me gustan y esta mañana ya me he levantado mucho mejor. Las náuseas no han desaparecido, pero ni estaba tan cansada ni tenía mareos, así que he empezado a moverme, que el fin del mes se acerca y el primer día de octubre ya cuento con dormir en mi nuevo piso.

Para empezar, con mi padre de copiloto por si me daba un jamacuco en el camino, por la mañana he ido hasta Pollença. He visto cómo me ha quedado la cocina (muy bien, excepto por dos detalles que sospecho que me costarán una discusión mañana y algunos dolores de cabeza en los días siguientes) y he hablado con el del parquet (que me está quedado precioso; el parquet, no el que me lo está poniendo). Por la tarde, he ido a que me arreglaran el pelo y después de médicos: tenía hora con El Hombre Que Nunca Sonríe y después he ido a que me prorroguen la baja. Finalmente, he cerrado El Corte Inglés (de verdad, en la planta del aparcamiento donde yo había dejado el coche el mío era el único) porque tenía que comprar más accesorios de esos supuestamente necesarios para una vivienda. Prometo que ni me he parado en las plantas de ropa, lo cual demuestra que ahora mis tres preocupaciones principales son: primero, el piso; segundo, el piso; y -¡sí, lo habéis adivinado- tercero, el piso.

Hoy El Hombre Que Nunca Sonríe ha batido un récord: mascaba chicle y miraba el móvil mientras hablaba conmigo. Me he dado cuenta de que evita el contacto visual a toda costa. Ya está que la cita que tenía esta tarde era para examinarme las cicatrices, pero es que ni ha mostrado un mínimo de curiosidad por el tratamiento que me están poniendo y que él no sabía porque, como ya he explicado, en la medicina privada los diferentes médicos son compartimentos casi estancos. Yo le he enseñado el protocolo de lo que me hacen y él le ha echado un vistazo más por compromiso que por otra cosa. Desde que he entrado por la puerta de su despacho hasta que me ha despedido con un “ven a verme cuando hayas acabado con la radioterapia” han pasado exactamente seis minutos, y ni siquiera tenía la excusa de que hubiera gente esperando ni de que yo fuera la última y tuviera ganas de irse a su casa (se lo he preguntado a la enfermera al salir). Simplemente, él debe de considerar que su labor ya ha terminado y que, por lo tanto, no tiene que prestarme ni un mínimo de atención. Hay cosas que no cambian nunca. Hablando de eso: ni una revista nueva en la mesa de la consulta. Es más, las que llevé y dejé las últimas veces habían desaparecido. ¿Formará parte de una especie de tortura psicológica, dirigida a anestesiar a las pacientes para evitar cualquier tipo de conflicto, el hecho de que te obliguen a releer una y otra vez las noticias de hace un año?

Ahora se me cierran los ojos. Mañana, más y mejor, siempre y cuando las fuerzas me respondan. Buenas noches y buena suerte (¡no me he podido resistir, lo siento!).


lunes, 15 de septiembre de 2008

Saliendo a flote poco a poco

Lo más correcto sería titular esta entrada “Intentando salir a flote”. Como quiero ser optimista prefiero verme ya emergiendo de este líquido viscoso que me rodea, de ahí que me quiera ver haciendo algo que todavía no es más que un deseo. Estoy intentando reponerme y ser capaz de cosas mínimamente útiles -como ducharme y hacer la cama, para que os hagáis una idea-, pero me está costando mucho más recuperarme esta vez.

Lo que yo llamo el “achuchón” quizás no ha sido tan acusado como en las dos primeras sesiones. El problema es el que el malestar, por llamarlo de alguna manera, me está durando más que las otras veces. De hecho, ahora mismo tengo febrícula, cosa que no me había pasado en la segunda sesión. En cuanto a los otros síntomas, además de mis viejos conocidos, el cansancio, el mareo y las náuseas, esta vez he recibido nuevas visitas en forma de dolores en las mandíbulas, el cuello y la nuca. A cambio, me ha abandonado el insomnio. Estoy tan absolutamente exhausta cuando consigo dormirme que la parte de la cama que no ocupo está intacta cuando me despierto, ocho o nueve horas después.

He intentado paliar los efectos más adversos con métodos digamos alternativos, aunque el resultado tampoco ha sido del todo satisfactorio. Al día siguiente me desperté con una resaca espantosa, y con las vías respiratorias tan secas como el papel de lija.

Les estoy cogiendo una manía horrorosa a las inyecciones que me tengo que poner después de la quimioterapia durante cinco días, Granocyte 34, un remedio que sirve para regenerar la médula espinal –así me lo explicaron- y que tiene tantos efectos secundarios que, a pesar de que no dudo del hecho de que sea absolutamente necesario para que un virus tonto y pequeñito no me tumbe, me siento fatal a las pocas horas de pincharme. Por lo visto, entre otras cosas, los dolores musculares son consecuencia del medicamento, que obliga al cuerpo a hacer en muy poco tiempo un trabajo para el que no está preparado.

A todo esto, según informaciones que me han hecho llegar mis fuentes de información en Pollença, esta mañana me han terminado de poner la cocina y me están empezando a colocar el parquet. Y yo aquí, anclada al sofá y a la cama, preguntándome cuándo podré hacer una vida relativamente normal.


miércoles, 10 de septiembre de 2008

El día antes

Los más viejos del lugar recordarán sin duda un largometraje, máximo ejemplo del cine llamado de catástrofes y de notable éxito en los 80, que se llamaba “El día después”. Si yo tuviera que titular mi película de hoy no tendría ninguna duda en llamarla “El día antes”.

Evidentemente, se trata del día antes de mi próxima sesión de quimioterapia –una catástrofe pequeña para la humanidad pero grande para mí-, la tercera ya, que me toca mañana por la mañana, bien tempranito. Es, además, el primer día previo que paso como se dice vulgarmente “a pelo”, porque la primera es tan especial que no la cuento y en la anterior estaba volviendo de Berlín, así que seguramente por ello he sido más consciente de que se acercaba el momento.

Ahora que sé exactamente lo que me espera siento una especie de nudo en el estómago y, sobre todo, muchísima pereza, la pereza propia de saber que ahora me encuentro muy bien y que me esperan dos días regulares, dos días bastante malos y otros tres días de recuperación en los que tampoco estaré para salir de marcha hasta la hora del chocolate con ensaïmada. Me da una pereza enorme saber que durante una semana todo tendrá para mí un gusto metálico, que viviré cinco días en una náusea permanente, que estaré tan mareada que el ejercicio más arriesgado que haré será trasladarme de la cama al sofá y del sofá a la cama y que me encenderé como un farolillo, a consecuencia de una febrícula de lo más desagradable.

Lo positivo es que la segunda sesión fue para mí más fácil de pasar que la primera, supongo que porque sabía lo que sentiría. Sé que es una analogía un poco pueril, pero es como cuando uno va en coche a un lugar en el que nunca ha estado: el viaje de ida siempre se hace más largo que el de vuelta. Por esa regla, esta sesión todavía me será más leve. Pensar que después sólo me quedarán otras tres y pensar que ya habré superado la mitad es un alivio.

Cuento, por otra parte, con una motivación extra para reponerme rapidito: mi piso nuevo está lleno de gente trabajando y, en cuanto pueda, termino la mudanza y me traslado. Aunque sólo sea por eso me tengo que poner bien pronto, que tengo unas ganas de dormir sin la canción de cuna del Gallito de fondo que ni os cuento.

De momento, hoy ya he empezado con la medicación paliativa y me he ido a comprar el nuevo libro de Guelbenzu, con otro asesino en el título, como le gusta a mi padre, y las cuatro horas y media que esté mañana en la clínica me entretendré con lo que se puede convertir en una costumbre.


Sabéis que he usado el blog para felicitar a algunos cumpleañeros y hoy quiero dar la enhorabuena a dos compañeros de teatro, Cris y Miquel, porque han pasado las pruebas para entrar en la Esadib, L’Escola Superior d’Art Dramàtic. Estaba segura de que los dos iban a entrar, pero sé que han pasado muchos nervios porque no lo veían tan claro. En esto de la actuación hay gente que tiene talento natural; hay otros que, trabajando mucho, pueden simplemente llegar a dar el pego y los hay que son causa perdida. Cris y Miquel son, claro está, del primer grupo (y yo generalmente del tercero y alguna vez del segundo, según el papel que me den), pero es que, encima, se lo trabajan. Estoy muy contenta por ellos y este año he disfrutado muchísimo de su forma de hacer y de ser. Sólo espero que no nos abandonen y acaben diciendo cosas como las que dicen esos actores a los que se les sube la fama a la cabeza. Y no olvidéis, cuando ganen un Max o un Goya, aquí es donde leísteis primero sobre ellos.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Un poco de historia IX: “Necesitarás el kit completo”

En el libro con los médicos a los que podía ir con mi seguro descubrí que, básicamente, mis opciones para buscar oncólogo se reducían a la Clínica P. o la Clínica J. Opté por la primera, pero conseguir hora no es tan fácil como pudiera pensarse. Primero, hay que pasar para hablar con las enfermeras y, después, son ellas las que te citan con el médico.

Fui, pues, a la segunda planta de la Clínica P. y conocí a A., la encantadora enfermera que, a partir de aquel momento, iba a ser mi verdadera guía. Le expliqué lo que me habían hecho y lo que me habían dicho. A cambio, ella me dio poca información y mucha tranquilidad.

El jueves 26 de junio fui, por fin, convocada a primera hora de la tarde para ver a la doctora G. Ella es del modelo Milikito, más joven de lo que yo esperaba –debe de andar por los treinta y dos-, y pizpireta, no muy alta y con el pelo muy corto y gracioso. Tiene un ligero deje posiblemente extremeño, pero pasado por el tamiz del que ha estudiado en Madrid y, quizás, en el extranjero, porque se defiende con mucha soltura en inglés.

Antes de entrar a la consulta, me pidió las pruebas y los informes que había ido acumulando durante los últimos meses, y los estudió a solas durante un rato. Sé que quien recibe un diagnóstico de cáncer en la sanidad pública tiene un tratamiento que se decide de forma colegiada, pero en la privada la cosa no funciona así y es uno mismo el que informa a un médico de lo que le han dicho los otros. Cuando me senté frente a la doctora, le conté más de lo que decían los papeles, como la operación a la que iba a tener que someter y que no estaba contemplada en ningún papel todavía. Yo también le hice un montón de preguntas, la primera de las cuales fue, obviamente, si iba a ser necesario el tratamiento de quimioterapia. Su respuesta fue un rotundo sí. Reconozco que, aunque me lo esperaba y ya estaba hecha a la idea, lloré. Por mucho que la estadística esté en contra, una siempre conserva la pequeña esperanza de librarse de un tratamiento tan agresivo. En fin, la doctora estuvo encantadora, me animó a llorar lo que necesitara y me fue bien desahogarme.

Además de la quimioterapia, que no empezaría hasta un par de semanas después de la intervención para el vaciamiento axilar, también añadió que necesitaría, después, radioterapia y, a continuación, un tratamiento hormonal. Vamos, el kit completo. En todo caso, lo que viene después me pareció suave en comparación con lo primero.

Respecto a los resultados que a El Hombre Que Nunca Sonríe le parecieron extraños, a la doctora G. tampoco le cuadraban mucho. Me explicó que era muy extraño que la proteína HER2, el oncogen que ella me explicó como un gen “loco”, diera un positivo débil como el que me había dado a mí. Me dijo que, de momento lo dejaría así, y después ya decidiría qué hacer.

Salí de mi primera visita a la oncóloga triste pero tranquila y, claro, con más talones para otras pruebas que ella me pidió para antes de empezar el tratamiento: análisis de sangre, con marcadores tumorales incluidos, y un ecocardiograma que me hice el martes siguiente. Por cierto, no sé si le pasa a todo el mundo, pero yo cada vez que voy a un especialista nuevo a hacerme una prueba, acabo saliendo con el diagnóstico de otro mal con el que yo no contaba: en una ecografía de carácter ginecológico me descubrieron que un riñón no me funcionaba, cuando fui a hacerme la gammagrafía me dijeron que tengo escoliosis y, al recoger el resultado del ecocardiograma, me enteré de que tengo una insuficiencia aórtica ligera. Supongo que se entiende fácilmente que, cuando veo un talón de algo diferente, piense: “Ay, ay, ay. ¿Qué me van a encontrar esta vez?”. Casi prefiero vivir en la ignorancia.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Plan B y cumpleaños

En vista de que de forma involuntaria he creado una cierta expectación respecto al Plan B, desvelaré la incógnita.

Antes que nada, ya estoy oficialmente de baja desde el jueves. He dejado listo todo lo del curso pasado (exámenes de septiembre y juntas de evaluación), y espero que la Conselleria envíe pronto a alguien para sustituirme antes de que empiecen las clases.

Lo que sí está claro es que no me voy a aburrir. Ayer por la mañana el arquitecto municipal vino a inspeccionar el piso y, en cuanto se fue después de haber dado el visto bueno, me empezaron a desmontar la coladuría y a montar la cocina. Ya estoy empaquetando libros y ropa –las dos cosas que más acumulo, qué curioso- e incluso he aprovechado lo bien que me encuentro para ir llevando cajas a mi nueva vivienda. La verdad es que me encuentro de maravilla, no me duele nada, ni siento mareos, ni estoy excesivamente cansada; al contrario, estoy llena de ganas de hacer cosas y me encuentro muy animada. Me imagino que es una cuestión psicológica; antes de empezar con el tratamiento, asociaba la quimioterapia a vomitar continuamente y pensaba que me pasaría cuatro meses y medio sin salir de la cama. Descubrir que puedo hacer vida normal durante semanas ha sido para mí una inyección de moral.

¿Y cuál es el Plan B? Aparte de dedicarme a la mudanza, voy a volver al instituto como alumna. Cuando me diagnosticaron el cáncer, pensé que tenía que buscarme algo para hacer si no podía ir a trabajar. Sopesé lo de Filología Inglesa, pero tenía ganas de una cosa más práctica y menos sesuda. Pensé en ciclos formativos superiores. Cocina me apetecía mucho, pero eran dos años y tendría problemas para hacer las prácticas. Y, en mayo, mirando la oferta de formación profesional, lo vi y supe que me habían hecho unos estudios a la medida.

Me matriculé en un ciclo formativo superior que se llama Asesoría de Imagen Personal. ¿No es total? Es sólo un año y las clases son por la tarde, lo cual significa que, cuando me reincorpore al trabajo, podré continuar estudiando. Me han dicho, además, que es un ciclo formativo bastante “light”. Sólo vamos a ser trece en clase y supongo que si falto algunos días podré continuar después sin problemas con asignaturas como Asesoría de belleza, Técnicas de embellecimiento personal, Estilismo en el vestir, Protocolo y usos sociales, Imagen personal y comunicación… No tengo que comprar libros, pero ya me han hecho bromas del tipo de que lo que necesitaré será el maletín de la Señorita Pepis o que me tendré que examinar del Vogue, el Marie Claire o el Elle.

Cambiando completamente de tema, hoy es el cumpleaños de Marifé y mañana es el de Pepe. Cumplen, además, uno de esos números redondos tan bonitos. Voy a felicitarles desde aquí, y espero que los que los conozcáis lo hagáis también. Me siento honrada de considerarme amiga de los dos y puedo decir que con ellos he pasado algunos de los mejores momentos de mi vida, aunque suele grandilocuente. Son unos compañeros de viaje inmejorables que, además, entienden el arte de moverse por el mundo de una forma muy similar a la mía. Estuve con ellos en Argentina y el recuerdo de la tarde que pasamos en la playa de El Doradillo viendo las ballenas todavía consigue ponerme de punta los pocos pelillos que me quedan en los brazos. Tampoco olvidaré los días de Grecia, en el barco con Joan Rigo –al que podéis leer los domingos en La Almudaina, el suplemento dominical de El Diario de Mallorca- e Isabelle. Parafraseando el maravilloso poema de Cavafis que se titula, justamente, Ítaca, quiero desearos a los dos que vuestro camino sea largo, lleno de peripecias, lleno de conocimientos y que sean muchas las mañanas estivales en que entréis, con cuánta satisfacción, con qué alegría, en puertos por primera vez vistos. Felicidades, guapos.

martes, 2 de septiembre de 2008

Vuelta al trabajo

Como alguien dijo, septiembre no es un mes; es una estación. Para los que nos dedicamos a esto de la docencia, septiembre es, inevitablemente, el mes del olor a cuadernos sin estrenar y el del tacto de los libros recién forrados. Volver a las clases es volver a empezar, y nuestros años acaban contando por cursos escolares.

Este es mi curso decimoséptimo en la enseñanza pública; antes, estuve tres años en la academia de español. Empiezo a ser una veterana –una “vaca sagrada” según una denominación que ha hecho fortuna en nuestro instituto y que no sé si es un piropo o un insulto- y, aunque es verdad que cada inicio es diferente, éste para mí lo es doblemente. No se trata solamente de encontrarse con nuevos compañeros y con nuevos alumnos, que siempre tienen quince años y somos nosotros los que nos hacemos mayores y cada vez estamos más lejos de ellos, sino que se trata de reencontrarse con la actividad de una forma diferente.

Ayer fui a hacer los exámenes de segundo de Bachillerato, hoy he hecho los de cuarto de ESO, dentro de nada empiezo con las sesiones de evaluación… Es la rutina de cada septiembre, pero este año me resulta mucho más gratificante, porque todo el mundo se muestra especialmente cariñoso conmigo y me han hecho tantos comentarios halagadores que me voy a acostumbrar a que me digan lo estupenda que estoy. Creo que mucha gente se sorprende. Igual que antes hacía yo, supongo que asocian el cáncer y la quimioterapia con una cierta degradación física, y cuando me ven más o menos igual que antes –con el pelo un poco más largo porque, ya que estábamos, pensé que por qué no iba a disfrutar de una buena melena; también he ganado algo de peso, consecuencia inevitable de la medicación- no pueden evitar un gesto de alivio.

Ahora tengo que decidir qué voy a hacer con el trabajo. El día 11 de septiembre me ponen la próxima dosis de quimioterapia; las clases empiezan el 15. Si todo va como hasta ahora, los días inmediatos no estaré para ir al instituto, pero el 17 me podría incorporar. Nada me gustaría más, pero hablé con la doctora y la enfermera de oncología y me dijeron que a ellas no les parecía buena idea. Ambas son partidarias de que haga lo que me apetezca y el cuerpo me permita, pero el problema son los posibles contagios. Yo estaba inmunizada a virus varios y, excepto un resfriado anual, no cogía nada de nada, como mínimo leve; hace años que no sé lo que es una gripe –y eso que no me vacuno- y fiebre no tengo desde el Desastre del 98. Obviamente, con la quimioterapia la situación ha cambiado radicalmente. No tengo defensas y, en palabras de la doctora, si en clase hay un alumno con gastroenteritis, me contagiará, con el inconveniente de que me pondré a cuarenta de fiebre y me tendrán que ingresar.

Así que, con gran dolor de mi corazón, voy a continuar yendo al instituto hasta el día 11 de septiembre y después voy a pedir la baja hasta que termine con la parte más dura del tratamiento, que será a principios de noviembre. Mientras, no os penséis que me voy a quedar en casa sin hacer nada. Tengo un plan B, que ya contaré en su momento.