Ya que estaba en el médico, aproveché para pedir el alta; había estado de baja desde el martes hasta el viernes. El lunes quería ir al instituto a hacer los exámenes finales de 4º de ESO. Aunque lo había dejado todo preparado, por si acaso algo se complicaba, prefería ser yo la que estuviera con los alumnos. Además, el martes tenía que estar en Manacor para la Selectividad. Lo cierto es que me costó que el doctor al que fui me diera permiso para ir a trabajar, y eso que busqué a uno que no era mi médico de cabecera, quien me había dicho que con esa operación estaría como mínimo tres semanas de baja, que me dolería muchísimo y que se me hincharía el brazo, una prueba más de que no se puede escuchar a nadie y de que, en estas cosas, cada cuerpo es un mundo. Al final convencí al médico de urgencias diciéndole que no me podía encontrar mejor y que, si no iba a trabajar, me iba a coger una depresión y me gastaría un dineral en terapias. No sé si le convencí, pero me firmó el papelito.
El lunes fui al instituto, el martes estuve en Selectividad y, a última hora de la tarde fui a buscar los resultados de la biopsia al laboratorio de anatomía patológica de la clínica R., donde me llevé una gran alegría y un gran disgusto. La primer hoja del informe hacía referencia al tumor: 1’7 centímetros (lo que me dijo el radiólogo con esa especie de lector de código de barras con el que se hacen las ecografías, lejos de las apreciaciones de otras pruebas más sofisticadas e infinitamente más caras) y, lo mejor, sin rastro de células cancerígenas alrededor. Traducción: no me iban a tener que quitar el pecho, porque el tejido que rodeaba el tumor estaba completamente limpio.
Lamentablemente, la segunda página contenía las malas noticias: a pesar de lo que salió en la prueba de quirófano, los ganglios sí que tenían metástasis. Cuando leí la palabra se me doblaron las piernas, literalmente. Fue el segundo momento más duro de todo lo que había vivido hasta entonces, porque para mí suponía la posibilidad real de que el cáncer estuviera más extendido de lo que las pruebas habían dicho. Había también otros datos, sobre receptores y oncogenes, pero no los supe descifrar.
El miércoles 18 de junio fui a ver al doctor T. Con su hieratismo habitual me dijo que los receptores y los oncogenes daban resultados contradictorios, que tendrían que ser valorados por el oncólogo que me fuera a tratar y me explicó qué había pasado con los ganglios; ya me había advertido que un 10% de los resultados de la prueba de urgencia son erróneos, y que lo del quirófano necesita siempre de un análisis posterior. Yo había tenido la mala suerte de estar en el 10% que falla por una cuestión del tipo de corte que se le hace a la muestra. Pensé que era la mujer diez, pero del diez por ciento: un diez por ciento tendrá cáncer de mama en algún momento de su vida, la prueba falla en un diez por ciento… Como para jugar a la lotería, vamos.
La metástasis en los ganglios suponía una nueva intervención quirúrgica, con más días de hospitalización, y un incómodo drenaje con el que tendría que salir de la clínica. El médico me indicó el ocho de julio como fecha de la operación, y yo le propuse el 15 (ya dije que él sólo opera los martes en la privada), para tener tiempo de acabar con lo del tribunal de oposiciones, si no era cuestión de una semana. No es así; de hecho, me informó de que un tumor como el que yo tenía tarda unos seis años en formarse, así que siete días no suponían ninguna diferencia.
Me dijo que me buscara oncólogo y quedamos para la semana siguiente, cuando me quitaría los puntos. Todo fue tan frío y distante como lo cuento. ¡Como para llorar delante del Iceman, igual me echa de la consulta y se niega a tratarme más!