Cuando a una le diagnostican cáncer de mama, se hace, y hace al médico, tres preguntas básicas que son, por este orden: ¿Me voy a morir de esto? ¿Me van a quitar el pecho? ¿Me voy a quedar calva? Una vez se ha obtenido una respuesta negativa en las dos primeras (que son, es obvio, infinitamente más importantes, sobre todo la primera, porque si te mueres lo otro no creo que importe mucho), la cuestión capilar se convierte, nunca mejor dicho, en una cuestión peliaguda.
Aunque hay contados casos en los que a la gente no se le cae el pelo con la quimioterapia, lo normal, en más del 95% de los casos, es que uno se quede calvo justo dos semanas después de la primera sesión. Esa ausencia capilar es, además, lo que hace que los otros sepan que tienes cáncer. Cuando se ve a alguien con un pañuelo en la cabeza, o con una culminación corporal lisa y brillante, los otros saben lo que tiene. El trauma que supone quedarse sin pelo no lo es sólo por lo que implica de presunción, sino por lo que acarrea como señal.
Tapar la manifestación más llamativa del tratamiento se puede hacer de muchas maneras. Se pueden llevar gorras, gorros y sombreros. Existe el socorrido pañuelo, con gran variedad de formas y colores y, ¡atención!, con posibilidad de que lleve añadido flequillo, una especie de patillas y algo de pelo artificial en la nuca. Porque, claro, el pañuelo tapa lo que tapa, pero o se lleva encasquetado sobre los ojos, o deja al aire otra de las consecuencias de la quimio: la falta de cejas y de pestañas. Para solucionarlo, se venden pañuelos ya con los postizos añadidos. No deja de tener su gracia (hay que ver lo que piensan algunos), pero el trozo de tela sigue manifestando externamente lo que llevas por dentro.
La otra posibilidad es la de llevar peluca. Y las hay de todos los precios y formas: desde la clásica de toda la vida hasta las de base de silicona; desde las sintéticas hasta las de pelo natural; desde las baratas hasta las que pasan de los 1.200 euros. Visitar una tienda pelucas da un poco de grima: todos esos bustos ahí, con todos esos postizos coronándolos tiene algo de museo de cera o de tienda de taxidermista. Lo sintético grita que es artificial, y tras el pelo natural se pueden imaginar historias de pobres huerfanitas que se ven obligadas a vender sus trenzas para poder dar de comer a sus hermanitos. Bastante triste todo.
A mí lo de perder el pelo me preocupaba mucho. No es que me importe que la gente que me importa sepa lo que tengo (de hecho, lo estoy contado con pelos –ejem- y señales), pero no quería llevar la marca grabada. Lo del pañuelo no me convencía nada, porque te señala aún más y porque yo nunca llevo nada en la cabeza, por fuera al menos. Por otra parte, en mi caso quedarme calva era especialmente doloroso, porque yo soy de las que se pasan media vida en la peluquería: si tengo que salir a cenar, si tengo que ir al médico, si salgo de viaje, si tengo que entrar en el quirófano… voy a que me peinen. Vanitas vanitatis et omnia vanitas, si queréis, pero no concibo ir arreglada sin ir bien peinada. Lo del cáncer ha sido un doble golpe a mi vanidad: “¿que te gustan de ti tu pelo y tu pecho? Pues, mira, después de esto van a ser sustancialmente distintos”, para que te vayas acostumbrando a que la belleza es efímera y esas cosas.
Una vez decidido que me iba a poner peluca, fui a visitar una tienda del centro de Palma, de hecho la única que conocía, y salí de allí bastante afectada. Me pareció triste y oscura, deprimente con esas cabezas cortadas en filas y dos lavacabezas al fondo. En cambio, las chicas que me atendieron fueron estupendas y me aconsejaron que me cortara el pelo bien cortito para que cuando se me cayera la impresión no fuera tan grande. Lo iba a hacer, pero fui aplazando la decisión, dispuesta a disfrutar un poquito más de mi melena. Estaba a resignada a adquirir una peluca con unas tiras de silicona adaptables por unos 500 euros, pero temía el momento en que me tenía que enfrentar al espejo y a mi nueva imagen.
La primera vez que hablé con A., mi Ángel, la enfermera de oncología que me ha solucionado un montón de cosas, me preguntó qué iba a hacer con el pelo. Cuando le dije que me lo iba a cortar, y que a mí lo del físico me importa bastante, me recomendó que no hiciera nada y que fuera a un centro capilar, el Centro R., que está situado justo enfrente de un gran centro comercial de las Avenidas de Palma. Me explicó que era muy caro, pero que valía la pena. En efecto, salí de allí mucho más animada, y con 600 euros menos en mi tarjeta de crédito, correspondientes a un primer pago. Otro día contaré en qué consiste El Sistema y hasta os enseñaré fotos de mi antes y mi después.
2 comentarios:
las olimpiadas de pekin 2008 son muy fuertes verdad tia no se puede ir en grupo ni beber alcol tambien lo un tibet libre yo erstoy con ellos viva españa un beso a y por el aipod
Así me gusta, Angelote, que esté concienciado con la situación política en China y la falta de derechos humanos en el Tíbet. Tú sí que sabes, campeón.
Y el i-pod llegará pronto, pronto...
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