sábado, 30 de agosto de 2008

Por fin soy propietaria de una hipoteca


Por fin ayer, un año después de que estuviera terminado, firmé la compra de mi piso. Hay una cuña de radio que empieza justo así y acaba aconsejándote que contrates un abogado. No me extraña. El miércoles me aseguraron que ya había pasado la inspección y que todo estaba correcto y en la misma notaría el apoderado de la constructora me sale con que no, con que el abogado del Ayuntamiento estaba de vacaciones y no ha podido pasar. Si no hubiera sido porque si no firmaba en aquel momento tenía que devolverle a Hacienda un dineral de las desgravaciones de la otra casa, me levanto y me voy. De hecho, el notario me aconsejó que no firmara y que lo aplazáramos hasta que todo estuviera correcto. Ojalá hubiera podido hacerlo.

Tener el piso supone un motivo de preocupación añadido, porque voy a tener que acondicionarlo, pelearme con todo el que pase a hacer algo por allí cobrando (fontaneros, albañiles, carpinteros, cerrajeros, montadores de cocinas, embaldosadores, yeseros, pintores, herreros, administradores de fincas… la lista es infinita y está llena de terroríficas posibilidades) y hacer una mudanza más, todo ello entre sesión y sesión de quimioterapia.

Sabéis que no creo nada en estas cosas, pero hace muchos años, una alumna mía de la academia de español, justamente la madre de aquel chico del que conté que entró llorando el día en que cayó el Muro de Berlín, se quiso despedir de mí con un regalo en su último día de clase. Como se estaba sacando el título de ciencias ocultas en una universidad alemana (¡lo prometo!), me regaló mi carta astral y, entre otras cosas que ahora no vienen al caso, me predijo que en mi futuro me veía viviendo en muchas casas. “¡Ostras, pensé yo, eso es que me voy a casar con un millonario!”, y en mis fantasías de postadolescente me veía viviendo en la Costa Azul –y diciéndoles a mis hijos que no se juntaran con los de Carolina, que estaban muy mal educados-, en Aspen –que no tenía ni idea de dónde estaba, pero sonaba bien, ¡que me aspen!, perdón por el chiste malo, pero no me he podido resistir-, en la Toscana –siendo vecina de George Clooney, aunque entonces ni sabía de su existencia-, en Barbados –discutiendo siempre con el servicio, porque estos caribeños ya se sabe cómo son- y en Martha’s Vinyeard –compartiendo club de campo con los Kennedy supervivientes.

Lo que aquella mujer me pronosticó se ha cumplido, vaya que sí, pero lo que no me dijo es que la mayoría de las casas que ocuparía serían de alquiler o pagadas con el sudor de frentes proletarias. Haciendo un recuento rápido me salen como trece. Para empezar, no es muy normal haber vivido en cuatro casas diferentes con tus padres, y se trata de las que recuerdo, porque de Bilbao no tengo memoria; para continuar, ya independizada, me salen dos en Ibiza y, cuando volví a Mallorca, la de la Bonanova, el piso de Rodríguez Arias, el de Felanitx y, en Pollença, dos de alquiler, más la casa de la calle Creus y ahora el piso nuevo.

Las ventajas de todo esto son que he desarrollado una rara habilidad para las mudanzas y que no he tenido que pasar por un divorcio lleno de abogados carísimos, después de descubrir que mi marido estaba liado con su secretaria de veinte años. Haber tenido que elegir entre la villa del lago Como y el chalé estilo suizo de Bariloche me habría roto el corazón.

(La fotografía de arriba es del edificio donde me he comprado el piso y lo que viene a continuación son sus planos)



jueves, 28 de agosto de 2008

Un poco de historia VIII: "Definitivamente, soy la mujer del diez"

El viernes, con mucho miedo por lo que me pudiera encontrar, me quité el vendaje compresivo que tenía en el pecho y los esparadrapos de plástico que lo sostenían y sentí un doble alivio. Primero, porque la cirugía había sido tan poco invasiva que el pecho me había quedado de maravilla. Aparte de una pequeña cicatriz en la axila, donde me habían hecho lo del ganglio, me quedaría de recuerdo una cicatriz horizontal de unos seis centímetros, pero la forma de la mama era la misma que antes, sin los huecos ni las mutilaciones a las que temía enfrentarme. El otro motivo de alivio fue el hecho mismo de quitarme los esparadrapos de plástico, que me habían provocado tal alergia que estaba llena de ampollas y con la piel enrojecida allí donde me habían tocado. Tiene bemoles que tuviera que ir a urgencias el viernes por la tarde, no por la operación, sino por las tiras de plástico; por lo visto, no soy la única a la que provocan alergia, pero deben de ser más baratas que las de tela, así que las ponen por defecto.

Ya que estaba en el médico, aproveché para pedir el alta; había estado de baja desde el martes hasta el viernes. El lunes quería ir al instituto a hacer los exámenes finales de 4º de ESO. Aunque lo había dejado todo preparado, por si acaso algo se complicaba, prefería ser yo la que estuviera con los alumnos. Además, el martes tenía que estar en Manacor para la Selectividad. Lo cierto es que me costó que el doctor al que fui me diera permiso para ir a trabajar, y eso que busqué a uno que no era mi médico de cabecera, quien me había dicho que con esa operación estaría como mínimo tres semanas de baja, que me dolería muchísimo y que se me hincharía el brazo, una prueba más de que no se puede escuchar a nadie y de que, en estas cosas, cada cuerpo es un mundo. Al final convencí al médico de urgencias diciéndole que no me podía encontrar mejor y que, si no iba a trabajar, me iba a coger una depresión y me gastaría un dineral en terapias. No sé si le convencí, pero me firmó el papelito.

El lunes fui al instituto, el martes estuve en Selectividad y, a última hora de la tarde fui a buscar los resultados de la biopsia al laboratorio de anatomía patológica de la clínica R., donde me llevé una gran alegría y un gran disgusto. La primer hoja del informe hacía referencia al tumor: 1’7 centímetros (lo que me dijo el radiólogo con esa especie de lector de código de barras con el que se hacen las ecografías, lejos de las apreciaciones de otras pruebas más sofisticadas e infinitamente más caras) y, lo mejor, sin rastro de células cancerígenas alrededor. Traducción: no me iban a tener que quitar el pecho, porque el tejido que rodeaba el tumor estaba completamente limpio.

Lamentablemente, la segunda página contenía las malas noticias: a pesar de lo que salió en la prueba de quirófano, los ganglios sí que tenían metástasis. Cuando leí la palabra se me doblaron las piernas, literalmente. Fue el segundo momento más duro de todo lo que había vivido hasta entonces, porque para mí suponía la posibilidad real de que el cáncer estuviera más extendido de lo que las pruebas habían dicho. Había también otros datos, sobre receptores y oncogenes, pero no los supe descifrar.

El miércoles 18 de junio fui a ver al doctor T. Con su hieratismo habitual me dijo que los receptores y los oncogenes daban resultados contradictorios, que tendrían que ser valorados por el oncólogo que me fuera a tratar y me explicó qué había pasado con los ganglios; ya me había advertido que un 10% de los resultados de la prueba de urgencia son erróneos, y que lo del quirófano necesita siempre de un análisis posterior. Yo había tenido la mala suerte de estar en el 10% que falla por una cuestión del tipo de corte que se le hace a la muestra. Pensé que era la mujer diez, pero del diez por ciento: un diez por ciento tendrá cáncer de mama en algún momento de su vida, la prueba falla en un diez por ciento… Como para jugar a la lotería, vamos.

La metástasis en los ganglios suponía una nueva intervención quirúrgica, con más días de hospitalización, y un incómodo drenaje con el que tendría que salir de la clínica. El médico me indicó el ocho de julio como fecha de la operación, y yo le propuse el 15 (ya dije que él sólo opera los martes en la privada), para tener tiempo de acabar con lo del tribunal de oposiciones, si no era cuestión de una semana. No es así; de hecho, me informó de que un tumor como el que yo tenía tarda unos seis años en formarse, así que siete días no suponían ninguna diferencia.

Me dijo que me buscara oncólogo y quedamos para la semana siguiente, cuando me quitaría los puntos. Todo fue tan frío y distante como lo cuento. ¡Como para llorar delante del Iceman, igual me echa de la consulta y se niega a tratarme más!

martes, 26 de agosto de 2008

26 de agosto

Hoy es el día de mi cumpleaños.

Es un día un poco extraño. En circunstancias normales, haría una celebración de aniversario, en forma de cena en pequeño grupo o de fiesta concurrida. Lo cierto es que me gustaría hacer algo, porque, a pesar de todo, creo que tengo mucho que celebrar. El problema es que así como estoy no puedo planificar nada y a mí lo de la improvisación no me va. Hoy me encuentro mejor, pero el fin de semana ha vuelto a ser muy duro, no sé si peor que después de la otra sesión o simplemente diferente. No voy a entrar en detalles, pero el domingo se me hizo realmente cuesta arriba y me habría puesto a llorar si hubiese tenido fuerzas para ello. El lunes fui mejorando y ahora ya empiezo a sentirme persona.

A mí me encanta celebrar mi cumpleaños. Ni siquiera el año pasado, cuando cumplí los “críticos” cuarenta sentí que tenía que esconderlos. Es más, el 26 de agosto me suele servir de revisión, de echar la vista atrás y ver lo que he hecho y lo que no he conseguido en los últimos doce meses. El año pasado tuve la sensación de que me habían pasado un montón de cosas en ese periodo de tiempo pero, a la vista de lo que me esperaba entre agosto del 2007 y agosto del 2008, aquello no fue nada.

¡Me han pasado tantas cosas en este último año! No sé si le pasa a todo el mundo, pero a veces tengo la sensación de que la vida se me ralentiza, y fluye suavemente, sin sobresaltos, aunque sin grandes emociones, y, de repente, es como si se acabaran los remansos del río y viniera una parte de rápidos. Cuando bajas esa parte del río, corres un cierto riesgo, porque puedes acabar en el agua y, en el peor de los casos, con la cabeza abierta, pero te sientes tan viva, con toda esa adrenalina recorriéndote las venas, que no me extraña que mucha gente se acabe enganchando a la necesidad permanente de cambio.

Casi todo lo que me ha pasado este año ha sido bueno; malo, malo, sólo hay una cosa, e incluso de esa mala, han acabado saliendo cosas buenas. Fijaos si no en este blog: es el mejor ejemplo de que tengo la suerte de estar rodeada de una buena porción de personas excepcionales, que no sólo están a mi lado cuando lo necesito, sino que me dejan mi espacio, me ayudan, me reconfortan, me dan ánimos y no me dejan caer. Yo ya lo sospechaba antes del cáncer; sabía que tengo la mejor familia, unos amigos increíbles y que trabajo –profesores sí, pero también alumnos- con un material humano excepcional, pero hasta ahora no había podido darme cuenta de la dimensión exacta de la suerte tan grande que he tenido. Lo dije una vez y lo repito: me considero afortunada. ¿De qué otra forma se puede sentir alguien a quien le llevan el desayuno a la cama, con torrijas nada menos, con el regalo de sus padres y una nota preciosa y con el regalo que sus tíos (un beso grande, tía, me ha encantado, que te lo pases muy bien en Lisboa y que descanses, que te lo mereces) le han hecho llegar desde Bilbao?

Aparte de recapitular, el 26 de agosto suelo marcarme objetivos (aunque no me gusta nada la expresión, parece que voy a salir a cotizar en Bolsa en cualquier momento) para el año que viene. Algunos son más pedestres (apuntarme a un curso de cata de vinos en cuanto recupere el paladar) y otros serán más intangibles (sonreír más, no enfadarme por tonterías), pero en todos incluiré recordarme lo feliz que estoy por estar bien y saberme parte de vosotros.

(¿Me ha quedado esta entrada un poco cursi? A lo mejor me estoy volviendo blandengue con la edad o con el tratamiento. Así me siento y así lo cuento. Un beso grandísimo a todos; ya me están llegando vuestras felicitaciones…)


lunes, 25 de agosto de 2008

Un poco de historia VII: “Señora, parece usted un torero”

Encontrar cardiólogo para el informe médico preoperatorio me costó más de lo previsto. Finalmente, por una carambola, di con el doctor M., que pasa consulta en Inca. Es del modelo Supermilikito y me encantó, además, por su sentido del humor. Con él pasé uno de los mejores momentos de todo este proceso, sobre todo cuando, al explorarme y ver todas las cicatrices que tengo de intervenciones anteriores no pudo reprimir un “señora, parece usted un torero”. Para rematar la faena (atención al símil taurino, que me ha quedado redondo), al salir se despidió con el saludo budista. Es totalmente recomendable, y no debe ser malo con los informes, porque lo que hizo le gustó hasta al megaultraexigente doctor T. en persona.

Aparte de lo que El Hombre Que Nunca Sonríe me pidió, las semanas en que él estuvo de vacaciones (o de congreso, que las dos versiones me dieron sus enfermeras) las aproveché para ir al dermatólogo y a la dentista, más que nada para saber si tenía que hacer algo especial durante el tratamiento. El primero me dijo que tenía que evitar el sol a toda costa y, a la segunda, resulta que el doctor T. también la había operado de cáncer de mama; aparte de consejos sobre el cuidado de mis encías, que sufren mucho con la quimioterapia, compartió conmigo sus experiencias con el simpático galeno; con ella se portó bastante peor que conmigo, porque cuando le tocó, él estaba pasando por un divorcio. En fin, que hasta en eso he tenido suerte.

El lunes 9 de junio llevé todas las pruebas que me habían hecho, además de todos los talones debidamente autorizados y el martes 10 de junio me levanté muy tempranito, llevé el coche al mecánico y mi madre me dejó en la puerta de la clínica R., donde hice el ingreso. Me iban a operar por la tarde, pero tenía que estar allí a las 9 para que me hicieran la detección del ganglio centinela.

Para ello, hay que ir a Medicina Nuclear, nombre que, ya de por sí, impresiona. No lo hace menos el hecho de que te digan que el procedimiento consiste en la inoculación de un líquido radioactivo que actúa como contraste. Se le deja correr libremente durante dos horas más o menos y después se hacen una serie de fotos que muestran exactamente el punto donde drena el tumor, desde el cual el cáncer de mama se extiende. De ahí la importancia del ganglio centinela: si está limpio, el bicho no ha tenido tiempo de moverse.

A eso de las nueve y media ya me habían inyectado el líquido y me dieron la opción de quedar ingresada durante toda la mañana y bajar después a hacerme las radiografías, o irme y volver sobre la una. Evidentemente, elegí irme por ahí, a hacer una de las cosas que más me gusta en el mundo: ir de compras. Lo sé, lo sé, está fatal, pero algún defecto tengo que tener, ¿no?

Cuando volví, me hicieron las radiografías, localizaron el ganglio, me lo marcaron con un rotulador indeleble y después subí a la habitación.

A las cuatro y media en punto vinieron a buscarme y en el quirófano me encontré con el doctor T. Me anestesiaron y, al despertarme, me esperaban buenas noticias. En la prueba de urgencia, los ganglios (me quitaron dos, que estaban muy juntitos) centinela estaban limpios, por lo cual no fue necesario ni vaciarme la axila ni dejarme ningún drenaje. Lo único que llevaba era un vendaje muy comprensivo, que no me dejaba entrever qué me habían quitado exactamente.

Esa misma noche me dieron de beber y, el miércoles a las 7:30 de la mañana, antes de irse a trabajar en la sanidad pública, El Hombre Que Nunca Sonríe me dio el alta desde la puerta de la habitación –igual si se acerca tiene que mostrar algún tipo de sentimiento, así que ni se acercó-, nuevas instrucciones –cuándo tenía que ir a verle, cuándo me podía quitar el vendaje, cómo hacerme yo misma las curas, qué podía hacer y qué no, además de añadir que tenía que ir a recoger el resultado definitivo de la biopsia del tumor y del ganglio para llevárselo- y me dijo que después de desayunar me podía ir. En total, no estuve ingresada ni ocho horas.

Al día siguiente, jueves, apenas dos días después de la intervención, me fui a la universidad, a la constitución del tribunal de Selectividad.

sábado, 23 de agosto de 2008

Ahora sí es fácil publicar comentarios

Gracias a que Garci me ha desvelado los secretos ocultos de mi propio blog, ahora es mucho más fácil publicar comentarios aquí. No es necesario tener correo gmail, ni repetir palabras difíciles; solo hay que escribir y darle a publicar.

¿Cómo participar en el blog?

Hoy seré breve y práctica.

Es evidente que, en cuanto entráis, estáis participando en el blog. Pero parece que a la hora de dejar comentarios algunos habéis tenido problemas. Por eso, os daré unas breves instrucciones con el método más fácil que se me ocurre.

Lo primero que tenéis que hacer es abrir una cuenta de correo electrónico en gmail. Id a google -http://www.google.es/-, arriba a la izquierda seleccionad gmail y, una vez en la página, sólo hay que seguir unas instrucciones facilísimas. Con esa dirección y la contraseña ya es tan sencillo como ir a comentarios de la entrada en la que queráis escribir algo y, al ir a publicarlo, poner los datos que os solicitan: la verificación de una palabra que sale en pantalla (volverla a escribir debajo) y, a continuación, el nombre de usuario –la dirección de gmail- y la contraseña. Se le da a “publicar comentario” y listo.

viernes, 22 de agosto de 2008

Segunda sesión de quimioterapia: ya he pasado un tercio


La segunda sesión de quimioterapia ha sido muy similar y, al tiempo, bastante diferente de la primera. Antes de subir a planta, tuve que pasar por admisión, a que comprobaran las autorizaciones y me dieran los códigos de barras y otros papelotes que, por lo visto, son tan necesarios. La burocracia nos ahoga o, al menos, a mí me persigue.

A las tres ya estaba con A. y B., otra enfermera estupenda, recién incorporada después de lo que yo estoy segura que son unas muy merecidas vacaciones; para trabajar en oncología hay que se de una pasta especial, de la mejor y la más resistente. Me pincharon en una vena de la muñeca, para dejarme la vía para el tratamiento después de sacarme sangre para una analítica y ahí vino un pequeño susto: apenas me salió un poquitín, y no hubo forma de conseguir más, a pesar de todos los intentos, lo que llevó a pensar que se me había roto la vena. No fue así, afortunadamente, porque algo similar implica que te pongan una cosa que se llama portacat, un dispositivo fijo que se coloca bajo la piel en una vena en la parte superior del pecho y cuyo problema fundamental, al menos en mi opinión, es que hay que llevarlo meses después de acabar con la quimioterapia (supongo que por si se reproduce el cáncer, aunque esas cosas nunca te las dicen) y, además, necesita un mantenimiento mensual. Un rollo, vamos.

Mientras esperaba los resultados de la analítica, para que no me aburriera, han tenido a bien brindarme un show. Una mujer inglesa, que también empezó con la quimio conmigo, subió alteradísima, gritando y casi llorando, porque en administración no le habían dado la autorización para ponerse el segundo ciclo. Su argumento básico es que no le hacían caso porque sólo habla inglés, y que todo el mundo la trataba fatal por ello. Ha sido un momento violentísimo, que encima se ha agravado porque la mujer iba acompañada de su hija veinteañera, que hablaba un español aceptable, pero, sobre todo, por la presencia de una amiga de esta, con un español excelente pero unos modales deplorables. Las enfermeras han llamado a administración, han pedido un traductor para no tener que tratar con la impresentable, sino directamente con la paciente y, finalmente, ha llegado la doctora. No sé qué ha pasado, pero le han puesto el tratamiento. Entiendo perfectamente la angustia de la mujer, que continuamente decía que ella lo que quería era curarse; no obstante, no tenía razón en lo de que no la atendían por ser inglesa. Tendría que pedir explicaciones a su seguro, que es el que no quiere pagar su tratamiento. Enfadarse con el equipo médico y azuzar contra las enfermeras a un perro de presa no me parece la mejor solución. En cualquier caso, qué valor hay que tener para someterse a quimioterapia en un país sin defenderte en su idioma. Espero que se le solucionen todos los problemas, y me reafirmo en mi impresión: cuanto más conozco los seguros privados, más alabo la seguridad social.

Entre una cosa y otra, la doctora no me ha pasado a ver hasta las cuatro. Ha dicho que mi analítica estaba bien y que, por lo tanto, me pondrían el mismo tratamiento que la vez pasada: por ahora, no hay EPO, ya que mi hematocrito es correcto. ¡Snif! Cuanto más tarden en ponérmelo, menos posibilidades tendré de ganar el tour de Francia después, con la ilusión que me hacía.

Mientras me iban pasando los siete sueros, casi me he comido la novela de Guelbenzu No acosen al asesino. Mi padre está un poco mosqueado porque dice que, desde que yo he llegado, no se ven en su casa más que libros de asesinatos y muertes. He contagiado a todos mi pasión por la novela negra, pero mi progenitor no está muy convencido de que no estemos planeando entre todos el crimen perfecto.

A las siete y veinte he acabado, Biel –puntual como un reloj, y siempre, siempre, al pie del cañón cuando lo necesito- me ha venido a buscar, nos hemos ido a comprar un par de cosas y, después, a cenar algo. Eso sí, esta vez he empezado a notar pronto síntomas que la otra vez no sabía que lo eran; por ejemplo, una especie de vacío en el estómago, que la primera vez achaqué al hambre, pero que ahora sé que es el principio de las ganas de vomitar que sobrevienen indefectiblemente, aun a pesar de la medicación que te empiezan a dar una hora antes de la quimioterapia.

Esta noche he dormido hasta las cuatro y media. Después, el sueño no me ha vencido, así que he releído los periódicos de ayer, he terminado el libro de Guelbenzu y hasta me he atrevido a empezar Vida y destino, todo un reto: 1.111 páginas y, ya en la primera, una frase: “Todo lo que vive es irrepetible”. No se puede decir más con menos.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Después de Berlín


Ya estoy en casa, después de mis minivacaciones en Berlín. Sólo han sido cinco días, pero me han servido para reafirmarme en la sensación de que el cáncer, por ahora, no me impide hacer ninguna de las cosas que me apetece hacer. Sólo se trata de encontrar el cuándo. Está claro que en la primera semana después del tratamiento una no está como para hacer un rafting de 37 kilómetros y que plantearse un mes en un destino exótico no es realista, pero, adaptándose al momento y a los ánimos, se pueden hacer muchas cosas, con cáncer y con quimioterapia.

Berlín me ha encantado. Qué civilizados son los alemanes de allí, cómo reciclan y qué bajo nivel de ruido y de contaminación lumínica hay en la ciudad. ¡Y qué diferentes son de los que me encuentro por El Arenal (sigo apalancada en casa de mis padres; me van a tener que echar con una pala excavadora) cuando salgo a pasear por la noche! No sé si es por lo que les ofrecemos aquí o por lo que beben, pero es como si, al pisar el aeropuerto de Palma, se transformaran. Ya sé que hay excepciones, y que generalizar a través de un ejemplo concreto es horrible, pero, esperando las maletas, una niña se ha comido un plátano y su padre, ni corto ni perezoso, ha dejado la piel de la fruta en la cinta de equipajes, dando vueltas. Ni se ha molestado en buscar una papelera. Estoy segura que en Alemania no lo haría. Aunque, claro, allí tampoco bebería sangría de tetra-brick con una caña de un metro de largo.

De la ciudad me ha gustado casi todo, y me ha sorprendido cómo se han difuminado las diferencias entre un sector y otro, como mínimo en el centro. No sé si en barrios periféricos es igual, pero, sin un mapa con el antiguo recorrido del muro, resulta dificilísimo saber qué era, hace apenas veinte años, Berlín Este y qué era Berlín Oeste. ¡Qué horror! Soy tan mayor que me acuerdo perfectamente del día en que el muro cayó y un alumno de una academia donde yo trabajaba dando clases de español a extranjeros entró llorando de felicidad en el aula. Yo no, pero él sí era consciente de lo que eso iba a significar y acabó contagiándonos su emoción a todos.

Por ponerle una pega a mi estancia en Berlín, he de decir que casi me quedo sin ver la final de Nadal. Ninguno de los veinte canales de la televisión del hotel, ni siquiera TVE Internacional, cuya programación es de vergüenza ajena y tendría que hacer pensar a alguien en la imagen que damos al extranjero –el sábado, por ejemplo, daban “Cine de barrio”, lo prometo-, retransmitía el partido. La solución fue seguirlo por Internet, a través de una retransmisión chilena, y a eso responde la fotografía que acompaña esta entrada. No soy yo en la radio, soy yo siguiendo la final olímpica desde un cibercafé.

Ha sido un placer especial poder pasear, caminar y disfrutar del gusto de ser turista casi con mi energía de siempre. Al final del día estaba algo más cansada de lo habitual, pero ni me sentía mareada ni afiebrada ni, por supuesto, enferma. Lo que sí me ha molestado ha sido El Sistema (mi pelo de pega), pero si hay una lección que una mujer aprende pronto, es que para presumir hay que sufrir. Por cierto, hoy me han puesto Mi Sistema Definitivo. Pronto lo contaré, con material gráfico incluido.

Mañana, jueves, me toca la segunda sesión de quimioterapia. No sé si es mejor o peor saber lo que me espera. Por si acaso, procuro no pensar mucho en ello. Ir de viaje ha sido una buena solución para no darle muchas vueltas, así que, a partir de ahora, antes de cada sesión (y me quedarán otras cuatro, después de la de mañana), me iré cinco días de tour turístico. ¡Espero financiación, que la nómina no da para tanto!

lunes, 18 de agosto de 2008

¡Estoy en Berlín!

No os penséis que os tengo abandonados porque esté muy deprimida por haberme quedado pelona; al contrario, estoy en Berlín, escribiendo desde un cibercafé (de ahí que falten algunos signos de puntuación: este teclado es un poco diferente del nuestro, pero ya lo arreglaré al volver a Mallorca). La prueba de que, efectivamente estoy aquí, es que aquello tan bonito que se ve a mi espalda es la Puerta de Brandenburgo, por donde quise empezar la visita.
Si la pregunta es cómo es que estoy de viaje, la respuesta es que, claro, tenía mono de avión. Ha sido, además, una salida dicha y hecha, de esas sin apenas planificación que, a la larga, son las que acaban saliendo más redondas. Yo no conocía Berlín y es una ciudad que ofrece muchas ventajas a alguien en mis circunstancias: hay un montón de vuelos directos cada día, si tengo que volver urgentemente en dos horas y cuarto estoy en casa y el clima es perfecto, porque al estar nublado prácticamente todo el día no tengo que preocuparme porque me dé el sol.
Obviamente, antes de venir pedí permiso a A., la enfermera de oncología, quien me dijo que no dejara de irme si me apetecía. Creo que ella sabe que es probable que más adelante no me apetezca tanto, así que es cuestión de aprovechar mientras pueda. Ya dije el otro día que, después de pensar que la enfermedad me impediría hacer muchas cosas, al final estoy haciendo lo que tenía planificado más algunos extras que me han dado algo más de vidilla.
Ya contaré después mis experiencias berlinesas, con calma y reflexión, pero, de momento, mi aventura alemana no puede ser mejor.

viernes, 15 de agosto de 2008

Una cuestión peliaguda (II)

Desde luego, si hay algo que no se puede decir es que los especialistas no tienen controlados los efectos de la quimioterapia. De hecho, la oncóloga me dijo que en la actualidad hay medios para combatir y minimizar todos los efectos de la medicación, menos uno: la caída del pelo. Se supone que a las dos semanas del primer chute se empieza con ella y yo he cumplido con el pronóstico como un reloj.

El martes por la noche empecé a notar que se me desprendían apéndices capilares que en circunstancias normales estaban bien fijos; el miércoles la cosa fue a más y ayer, jueves, cuando me levanté tenía la almohada llena de pelos y cada vez que me pasaba la mano me quedaba con mechones; lo dicho, a los quince días justos, tal y como me pronosticaron.

El problema es que Mi Sistema, que no es más que una prótesis capilar fija hecha a medida (una peluca de pelo natural que no se quita, para que nos entendamos) no llega hasta el miércoles que viene, con lo cual iba a tener que ver cómo durante seis días me iba quedando calva poco a poco. El director del centro R. me dio dos opciones: una, que hasta el miércoles no me tocara el pelo, no me lo lavara y me pusiera laca para que los cabellos que se desprenden se quedaran pegados a los últimos supervivientes (pero, aun así, el lunes o el martes ya tendría que llevar un pañuelo); y, la otra, raparme la melena que todavía llevaba –y todavía tenía mucho pelo, a pesar de lo que se me había caído, pero si hay algo que me sobraba antes de todo esto era cabello- y ponerme Un Sistema Provisional para llegar en condiciones al miércoles.

A grandes males, grandes remedios. “Que me rapen”, dije.

Y me pasaron la máquina y me dejaron calvita.

Pensaba que me lo tomaría peor, pero supongo que estar mentalizada ayuda. Aun así, no fui tan valiente como para afrontar mi propia imagen en el espejo después de que me hubieran pasado la máquina. Natalie Portman está guapísima en “V de Vendetta” con su cabeza bien rapada, Demi Moore está hasta sexy en “La teniente O’neill”con su corte al cero y La Mari de Chambao demuestra ser muy alternativa sin tener que preocuparse por ir a que la peinen, pero yo ni soy tan guapa como la Portman, ni tan espectacular como la Moore ni tan hippy como La Mari, por lo cual pedí que me taparan el espejo mientras me pasaban el cortacésped.

Después me pusieron la peluca, teñida de mi color, me la ajustaron y me la dejaron fija, la cortaron más o menos como llevaba el pelo antes y, finalmente, me peinaron normalmente: secador, cepillo redondo y plancha.

¿Cuál es el resultado? Lo veréis cuando me pongan Mi Sistema, el definitivo, porque pienso colgar fotos. Ahora me veo un poco rara, porque el corte no es igual, y el pelo no tiene ni tanto movimiento ni tanto brillo como el propio (es la grasa del cuero cabelludo la que lo provoca; cosas de las que una se entera en estas circunstancias), pero creo que la gente que no lo sepa no lo notará. De hecho, a la hora y media pasé la prueba de fuego, porque fui a la óptica a recoger mis nuevas gafas, y ni la chica de la tienda –que me conoce hace años- ni las tres alumnas que me encontré allí hicieron ningún comentario, ni siquiera del tipo “te has cambiado el peinado”.

No he tenido problemas para dormir, aunque la sensación que tengo es que llevo un gorro de natación, con la salvedad de que llevo el pelo por encima, en lugar de llevarlo por debajo, que sería lo normal.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Un poco de historia VI: “No voy a poder con todo”

A todo esto, pasaron tres cosas que me añadieron nuevas preocupaciones. La primera es que mi abuela se puso muy malita y, finalmente, murió. Estuve dos veces en Bilbao en apenas una semana, una para el funeral y la otra cuando todavía vivía. Quiero pensar que me reconoció cuando me vio por primera vez, porque le cambiaron la expresión de la cara y el brillo de los ojos, pero no sé si eso es sólo algo de lo que yo me quiero convencer. El funeral fue muy duro, sobre todo por mi abuelo. Llevaban juntos 67 años. ¿Cómo se puede alguien sobreponer a eso?
El día del funeral de mi abuela, el viernes 23 de mayo, mis alumnos del taller de teatro tenían reservada hora para el único ensayo que podrían hacer en el Teatre Xesc Forteza antes de la representación del domingo. Yo no pude estar con ellos, pero Antònia, mi compañera de departamento y amiga, me echó un capote enorme y se encargó de ir con ellos hasta allí y de coordinarlo todo. Elena, mi otra salvadora, con su superfurgoneta, me ayudó con las mesas y las sillas que me dejaron en el Centro Andaluz de Palma (se portaron de maravilla con nosotros y, con todo lo que se me vino encima, ni siquiera pude agradecérselo como debía). Al final, después de muchísimos nervios que se concretaron en que el domingo por la mañana, justo antes de salir de casa, me caí por la escalera, me destrocé la espinilla y casi me parto el tobillo, la representación del domingo fue un éxito total. Me emocioné al ver a esos alumnos de 3º de ESO venciendo el miedo escénico y los nervios y haciéndolo tan bien que estuvieron insuperables. Me encantaría poner alguna foto, pero son menores de edad. Ser profesora de secundaria hoy en día implica muchos sinsabores, pero la representación de aquel día en el Xesc Forteza compensa muchos años de docencia y, en medio de tantas cosas tristes como estaba viviendo, supuso unas horas de satisfacción casi completa.
Para rematar, me llamaron de la Conselleria d’Educació para ofrecerme ser presidenta del tribunal nº 1 de las oposiciones de secundaria. En un primer momento, respondí que no, pero me insistieron, diciendo que me lo pensara un par de días. Mirando el calendario, vi que, si quería, lo podía hacer: si la operación era el día 10 de junio, la quimioterapia no empezaría hasta mediados de julio, porque no se inicia el tratamiento hasta cuatro o cinco semanas después de la intervención. Como todo lo de las oposiciones tenía que estar terminado el 10 de julio, las fechas cuadraban. La cuestión era si lo quería hacer. La otra vez que estuve de tribunal, también me cogió en un momento de mi vida muy difícil, y lo cierto es que tener que estar pendiente de algo tan delicado como decidir quién va a obtener una plaza para toda la vida me ayudó a sobrellevar el golpe. Esta vez pensé que me podía ocurrir algo similar. No quería ni pensar lo que podía suponer estar semanas en casa, sin hacer otra cosa que darle vueltas a lo que me esperaba. Al final, claro, cuando me volvieron a llamar, dije que sí, y es algo de lo que no me he arrepentido.
Cuando empezó todo esto pensé que tendría que dejarlo todo, que no iba a poder con la representación de mis alumnos, que yo misma no iba a poder actuar en las escenas de mi curso de teatro, que no me sería posible acabar el curso, que no estaría en las evaluaciones finales, que no iba a poder corregir selectividad, que no sería posible hacer lo de las oposiciones… Y, al final, lo he hecho todo. Eso sí, con mucho estrés, con muchos nervios, with a little help of my friends (and my family, aunque no esté en la canción), pensando más de una vez que no iba a poder con todo y durmiendo y descansando muy poco. Sé que hay gente que, en estas circunstancias, prefiere darse de baja y tomarse las cosas con calma y reflexión, pero yo necesito actividad y tensión. Eso es lo que me ayuda a sobrellevar lo que me ha venido.

martes, 12 de agosto de 2008

Sanidad pública versus sanidad privada

No hace falta decir que todo lo que estoy contando en este blog responde única y exclusivamente a mi experiencia personal. Ni pretendo generalizar, ni mostrar ningún camino ni ser ejemplo de nada. Cuento las cosas como yo, en este momento concreto –y puede ser que más adelante no sea así-, las estoy viendo y viviendo.
Convivir con un cáncer y un seguro privado al mismo tiempo no es fácil. En más de un momento me he sentido perdida e indefensa, y no precisamente por la enfermedad, sino por no saber por dónde tenía que seguir o a quién tenía que llamar.
Para empezar, fue el ginecólogo el que me diagnosticó el cáncer. Como él no es especialista en mama, me recomendó al doctor T., El Hombre Que Nunca Sonríe, y hasta me concertó una cita con él, pero, a partir de ahí, todo lo he tenido que hacer sola.
Cuando el doctor T. me empezó a solicitar pruebas, tuve hasta que consultar qué era una gammagrafía para saber quién me la podía hacer; es cuestión de coger el cuadro médico del seguro y empezar a llamar, hasta que alguien te dice que te puede dar una hora relativamente pronto y que, además, te puede hacer un informe antes de que las ranas críen pelo o el tumor se extienda más. Lo mismo se puede aplicar al informe del preoperatorio, a los Rayos X con informe, al ecocardiograma… He tenido que buscar radiólogo, cardiólogo y, lo que es peor, hasta oncólogo. Ese fue un momento especialmente duro: empezar a llamar a los médicos que, en el librito del seguro, están bajo el epígrafe de oncología te hace tomar conciencia total de lo que tienes.
Y no sólo es eso. Hay pruebas que el seguro quiere que se hagan en una clínica determinada, con la que tiene concierto, y el doctor T. exige que sean de otra clínica, donde en teoría yo no puedo ir. El doctor T. insistió en que la resonancia magnética nuclear y la punción con aguja gruesa tenían que ser de la clínica R., para añadir a continuación que seguramente me pondrían muchas pegas, y que en ese caso pidiera ver a algún supervisor, y que insistiera y que llorara si era necesario para que me autorizaran el volante. Creo que es fácil imaginar la angustia: no es sólo que te digan que tienes lo que tienes, sino que a ello se le suma la incertidumbre de pensar si darán permiso para hacer las pruebas, si de verdad habrá que montar un número, si al final no quedará más remedio que pagarlo. Al final, no me pusieron problemas, pero la preocupación añadida y la sensación de que estás suplicando por un favor no me las quita nadie.
Luego está lo de las autorizaciones en general, para cualquier prueba excepto para una analítica de sangre; ni un día he salido del médico sin algún volante que necesitara supervisión: para cada ingreso hospitalario, para la detección del ganglio centinela… y, lo último, para cada uno de los ciclos de la quimio. No hay una autorización global, no, que eso sería facilitar las cosas: antes de cada ciclo, debo ir a las oficinas de la compañía del seguro a pedir autorización. Absurdo, ¿no?
Se suele pensar que la gran ventaja de la sanidad privada frente a la pública es la rapidez (no lo es el cuadro médico, porque todos, absolutamente todos los médicos que me han tratado trabajan en la pública y en la privada), pero incluso eso lo puedo desmontar fácilmente. A mi madre y a mí nos estaban haciendo prácticamente lo mismo en el mismo momento; pues bien, desde la mamografía hasta el resultado de la punción con aguja gruesa, con mi madre en la sanidad pública tardaron diez días menos que los que yo tardé. Y todo eso sin que ella se tuviera que molestar en buscar médicos, solicitar autorizaciones y sentirse perdida más de una vez, y sin que tuviera que moverse por la mitad de los centros sanitarios privados de Palma arrastrando una enorme bolsa de radiografías que cada día iba engordando con nuevos informes y pruebas. Envidiaba a mi madre cuando recibía un mensaje en el móvil diciéndole a qué médico tenía que ir y cuándo tenía que hacerlo, mientras yo buscaba e intentaba cuadrar todo lo que me pedían para que me pudieran operar el día acordado.
¿Cómo puede ser que se acabe tardando más en la privada? Es fácil. El doctor T., por ejemplo, sólo opera los martes. Si ya tiene a dos pacientes, pasas al otro martes; si coincide con un congreso o con un viaje, te vas a tres semanas más tarde, que es lo que me pasó a mí. Quiero pensar que si ven que el caso es urgente se dan más prisa.
Es verdad que la sanidad privada tiene ventajas, las más importantes de las cuales son, quizás, la intimidad y una cierta comodidad. En las dos operaciones he tenido una habitación para mí sola, con una cama para un acompañante. Y en la quimio hay unos boxes individuales que, según me han dicho, no existen en el mayor hospital público de Mallorca. Aparte de eso, poco más.

lunes, 11 de agosto de 2008

Un poco de historia (V): “Tengo dos noticias: una buena y otra mala”

La punción con aguja gruesa se realiza bajo control ecográfico. De lo que se trata es de “pinchar” el tumor en diferentes puntos, para extraer diferentes muestras que se envían a anatomía patológica para su estudio histológico. Se hace con anestesia local y, aun así, se avisa de que es un procedimiento doloroso. Casualmente, un mes antes se lo habían hecho a mi madre y había estado un par de días bastante perjudicada. A mí no me dolió nada, no sé si por la pericia del radiólogo o por el propio instinto de supervivencia del cáncer. Parece ser que, cuanto peor es el bulto, menos duele. Es como si el cáncer tuviera capacidad de razonar y pensara algo como “voy a pasar inadvertido durante el máximo tiempo posible, a fin de que, cuando me encuentren, ya sea demasiado tarde para acabar conmigo”. A mí ni me dolía el tumor, ni me han dolido las pruebas que en él me han hecho.
Tuve que esperar después casi diez días para tener los resultados de la punción, que, en lo esencial, no difirieron mucho de lo que ya sabía (carcinoma ductal infiltrante), aunque se añadieron nuevas informaciones, como que era de Grado I, es decir, el menos agresivo de todos los posibles. Se adjuntaba también un informe de marcadores hormonales y receptores moleculares, que son los que indican a qué tipo de tratamiento responderá ese tumor en concreto.
Con ello, más los resultados de la resonancia magnética nuclear (que sí, mucha tecnología, pero el informe ponía que tenía un tumor de 2,5 centímetros, cuando el radiólogo me dijo que era de 1’5), más unos Rayos-X informados volví a ver al doctor T. el 26 de mayo. El Hombre que Nunca Sonríe miró con mucha atención los resultados de la clínica R., me tiró por encima de la mesa el informe de los rayos de tórax con la frase “para esto, mejor que no me traigas nada” (se ve que no le gusta cómo hacen las cosas en el Hospital de M., pero yo no tengo la culpa, como le dije) y, con esa sensibilidad y simpatía que le caracterizan, me dijo: “Bueno, lo que ya sabíamos, es cáncer y hay que operar. Yo me voy de viaje y no te puedo intervenir hasta el 10 de junio”. Lo bueno de que te traten sin ninguna empatía es que sales del médico pensando que tienes algo equivalente a una gripe y ni se te ocurre llorar ante semejante despliegue de indiferencia. Lo malo ni me voy a molestar en escribirlo.
A continuación, y ante mis preguntas, añadió una noticia buena y una mala, como en el tópico. La buena es que no me iba a quitar el pecho, como mínimo en la primera intervención; si después, en el tejido de seguridad que quitan alrededor del tumor había células cancerígenas, sí que me someterían a una segunda operación donde me extirparían la mama, pero donde, al mismo tiempo, ya me harían la reconstrucción. Por tanto, sin pecho no me iba a ver. Fue un verdadero alivio. La mala noticia era que los marcadores, que le parecieron algo contradictorios y que requerían la opinión de un oncólogo, indicaban que me tendría que someter, con toda seguridad, a quimioterapia, la tercera palabra terrible después de “cáncer” y “metástasis”.
Me explicó después muy detalladamente en qué iba a consistir la intervención: además de extirpar el tumor, se iba a quitar también el ganglio centinela, que es el primer ganglio donde drena el tumor. En el mismo quirófano se hace un análisis de urgencia (que resulta fiable en el 90% de los casos). Si ese primer ganglio está infectado, hay que quitar los otros de la axila; si no, no es necesario y la operación es mucho más sencilla porque no hay que llevar drenaje. En este último caso, con 24 horas de hospitalización estaba lista.
Volví a salir de allí con otro montón de volantes para solicitar autorizaciones (para la intervención, para la detección del ganglio…) a mi seguro. Además, me tenía que hacer un informe médico preoperatorio con un cardiólogo.

sábado, 9 de agosto de 2008

Volviendo a la normalidad poco a poco

Estoy teniendo ciertos problemas con la conexión a Internet, por eso no he podido colgar nada en los dos últimos días.
De todas formas, lo que quería comentar es que, básicamente, voy yendo hacia la normalidad. El jueves, en vista de que me encontraba bastante mejor, hasta me atreví a ir a la fiesta de cumpleaños de Tana, en Pollença, y aproveché también para comprobar cómo estaba mi casa, porque esta semana, para pasar el achuchón grande, me he quedado en casa de mis padres. Esta bien eso de que te me mimen, te cuiden, te alimenten, te mantengan... Cada mañana, mi madre me despierta con una bandeja de un pantagruélico desayuno y mi padre me trae los periódicos a la cama. ¿Se puede pedir más?
Me habían avisado de que el tratamiento es muy duro la primera semana, pero que las dos siguientes se puede hacer una vida relativamente normal. Por ahora, se está cumpliendo. Y, en realidad, duros de verdad son dos días. Por tanto, sólo me quedan diez días de pesadilla, dos por cada uno de los cinco ciclos que me faltan. ¡Esto ya está hecho! ¡No pasa nada! ¡Podemos!
Como efectos secundarios, me han quedado molestias menores: noto menos sensibilidad en la yema de los dedos, los ojos los tengo más secos y llorosos (ni pensar en ponerme las lentillas), tengo la boca como más pastosa, y, sobre todo, sigo teniendo problemas con las bebidas frías. El agua me sigue sabiendo mal (aunque no tanto como antes), las bebidas gaseosas me dan dentera y, claro, el alcohol no puedo ni probarlo. Lo mejor hasta ahora son las infusiones, pero me plantean un problema: no me voy a tomar un pa amb oli de jamón y queso con un poleo menta. Quedaría raro, como mínimo para alguien que no sea inglés, que peores combinaciones hacen los hijos de la Pérfida Albión.
Lo que tampoco puedo hacer es tomar el sol y estar expuesta a él, así que no me queda mucho más remedio que estar en casa, ver algo de tele, escuchar música, leer lo que puedo (se me cansa la vista, ¡qué faena!), escribir en el blog y, como los vampiros, esperar a que se haga de noche para salir a dar una vuelta.

jueves, 7 de agosto de 2008

Buenas noticias

Estoy muy contenta porque he recibido buenas noticias.

Cuando me hicieron la biopsia del tumor, El Hombre Que Nunca Sonríe dijo que veía unos resultados contradictorios. Resulta mi cáncer es (era) del tipo I en la Gradación de Nottingham, que mide la malignidad de los tumores, lo cual significa que es el menos agresivo. Sin embargo, en un apartado de los marcados hormonales y receptores moleculares (que son los que indican a los médicos el tipo de tratamiento al que responderá el bicho) daba un resultado positivo débil (una cruz) de una proteína llamada HER2. Este nombre tan raro responde a un oncogen bastante peligroso, porque tiene un comportamiento muy errático. Es decir, que si se tiene el HER2 hay un riesgo bastante grande de desarrollar otro cáncer, si no se toman medidas.

A la oncóloga tampoco le cuadraba que tuviera un tumor de clase I y ese gen loco (así lo describió ella), y, además, con un resultado débil. Así que, como en el caso de los ciclistas, me pidió un contraanálisis. La semana pasada fui a buscar las muestras que estaban en el laboratorio de anatomía patológica de la clínica privada en la que me operaron y las llevé a Son Dureta. Hoy he ido a buscar el resultado de la segunda opinión y el informe pone: “valoración de sobreexpresión de proteína HER2 negativo. Intensidad de tinción: 0/3".

Ya sé que todo esto es un poco rollo, pero son unas buenas nuevas que quería compartir con vosotros, porque tener ese oncogen implica un tratamiento más agresivo (más quimioterapia: se me llegó a hablar de un año si el resultado daba tres cruces), que te den una medicación similiar a una vacuna y, sobre todo, la incertidumbre de pensar que llevas dentro una especie de bomba de relojería que puede estallar en cualquier momento.

Para celebrarlo, me he ido a la peluquería y a Can Joan de S’Aigo.

¡Ah! Aprovecho para felicitar desde aquí a Tana, que hoy cumple años, y que está más estupenda y positiva que nunca. Te quiero, guapa.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Una cuestión peliaguda (I)

Cuando a una le diagnostican cáncer de mama, se hace, y hace al médico, tres preguntas básicas que son, por este orden: ¿Me voy a morir de esto? ¿Me van a quitar el pecho? ¿Me voy a quedar calva? Una vez se ha obtenido una respuesta negativa en las dos primeras (que son, es obvio, infinitamente más importantes, sobre todo la primera, porque si te mueres lo otro no creo que importe mucho), la cuestión capilar se convierte, nunca mejor dicho, en una cuestión peliaguda.

Aunque hay contados casos en los que a la gente no se le cae el pelo con la quimioterapia, lo normal, en más del 95% de los casos, es que uno se quede calvo justo dos semanas después de la primera sesión. Esa ausencia capilar es, además, lo que hace que los otros sepan que tienes cáncer. Cuando se ve a alguien con un pañuelo en la cabeza, o con una culminación corporal lisa y brillante, los otros saben lo que tiene. El trauma que supone quedarse sin pelo no lo es sólo por lo que implica de presunción, sino por lo que acarrea como señal.

Tapar la manifestación más llamativa del tratamiento se puede hacer de muchas maneras. Se pueden llevar gorras, gorros y sombreros. Existe el socorrido pañuelo, con gran variedad de formas y colores y, ¡atención!, con posibilidad de que lleve añadido flequillo, una especie de patillas y algo de pelo artificial en la nuca. Porque, claro, el pañuelo tapa lo que tapa, pero o se lleva encasquetado sobre los ojos, o deja al aire otra de las consecuencias de la quimio: la falta de cejas y de pestañas. Para solucionarlo, se venden pañuelos ya con los postizos añadidos. No deja de tener su gracia (hay que ver lo que piensan algunos), pero el trozo de tela sigue manifestando externamente lo que llevas por dentro.

La otra posibilidad es la de llevar peluca. Y las hay de todos los precios y formas: desde la clásica de toda la vida hasta las de base de silicona; desde las sintéticas hasta las de pelo natural; desde las baratas hasta las que pasan de los 1.200 euros. Visitar una tienda pelucas da un poco de grima: todos esos bustos ahí, con todos esos postizos coronándolos tiene algo de museo de cera o de tienda de taxidermista. Lo sintético grita que es artificial, y tras el pelo natural se pueden imaginar historias de pobres huerfanitas que se ven obligadas a vender sus trenzas para poder dar de comer a sus hermanitos. Bastante triste todo.

A mí lo de perder el pelo me preocupaba mucho. No es que me importe que la gente que me importa sepa lo que tengo (de hecho, lo estoy contado con pelos –ejem- y señales), pero no quería llevar la marca grabada. Lo del pañuelo no me convencía nada, porque te señala aún más y porque yo nunca llevo nada en la cabeza, por fuera al menos. Por otra parte, en mi caso quedarme calva era especialmente doloroso, porque yo soy de las que se pasan media vida en la peluquería: si tengo que salir a cenar, si tengo que ir al médico, si salgo de viaje, si tengo que entrar en el quirófano… voy a que me peinen. Vanitas vanitatis et omnia vanitas, si queréis, pero no concibo ir arreglada sin ir bien peinada. Lo del cáncer ha sido un doble golpe a mi vanidad: “¿que te gustan de ti tu pelo y tu pecho? Pues, mira, después de esto van a ser sustancialmente distintos”, para que te vayas acostumbrando a que la belleza es efímera y esas cosas.

Una vez decidido que me iba a poner peluca, fui a visitar una tienda del centro de Palma, de hecho la única que conocía, y salí de allí bastante afectada. Me pareció triste y oscura, deprimente con esas cabezas cortadas en filas y dos lavacabezas al fondo. En cambio, las chicas que me atendieron fueron estupendas y me aconsejaron que me cortara el pelo bien cortito para que cuando se me cayera la impresión no fuera tan grande. Lo iba a hacer, pero fui aplazando la decisión, dispuesta a disfrutar un poquito más de mi melena. Estaba a resignada a adquirir una peluca con unas tiras de silicona adaptables por unos 500 euros, pero temía el momento en que me tenía que enfrentar al espejo y a mi nueva imagen.

La primera vez que hablé con A., mi Ángel, la enfermera de oncología que me ha solucionado un montón de cosas, me preguntó qué iba a hacer con el pelo. Cuando le dije que me lo iba a cortar, y que a mí lo del físico me importa bastante, me recomendó que no hiciera nada y que fuera a un centro capilar, el Centro R., que está situado justo enfrente de un gran centro comercial de las Avenidas de Palma. Me explicó que era muy caro, pero que valía la pena. En efecto, salí de allí mucho más animada, y con 600 euros menos en mi tarjeta de crédito, correspondientes a un primer pago. Otro día contaré en qué consiste El Sistema y hasta os enseñaré fotos de mi antes y mi después.

martes, 5 de agosto de 2008

Ya ha pasado lo peor


Este que sale aquí en la foto es el integrante más joven de este blog. Se llama Marc. Para que después digan que todo lo malo viene por rachas: la misma semana que a mí me diagnosticaron lo mío, mi hermano y Mónica supieron que iban a ser papás. Si normalmente no existe una especie de ley de compensación, durante aquellos días al menos rigió en mi casa. ¡Ah! Y para que veáis lo que son las abuelas, ¡mi madre dice que se parece a mi hermano! Lo prometo. Yo le veo un poco de cara de alien, la verdad, pero supongo que es lo normal estando donde está y a estas alturas de su formación como persona (hay que ver el daño que ha hecho la LOGSE). Seguro que saldrá listísimo y guapísimo, como sus papás. (Por favor, que no se parezca a su tía Toñi)

Ayer por la mañana estuve hablando con la enfermera de oncología. Me están haciendo un seguimiento especial, porque voy a figurar en un estudio. Eso no significa que vayan a probar conmigo ningún tratamiento experimental; lo único que implica es un registro más exhaustivo de cómo me voy sintiendo después de la guerra bacteriológica. El caso es que la enfermera, A., me dijo que ella no es partidaria de poner la primera sesión de quimio en jueves, como fue mi caso, porque el achuchón fuerte lo pasamos solos y sin poder consultar con nadie del equipo. También me dijo que el pico del malestar se produce a las 48 horas de la sesión. Que me lo digan a mí: mientras el pobre Joan Mas de este año se quedaba en blanco en el que seguramente será el momento más importante de su vida, yo pedía que me hibernaran durante cuatro meses y medio y despertar después de toda esta pesadilla. Claro que todas estas cosas te las dicen a posteriori, supongo que para que no te sugestiones con lo que supuestamente te va a pasar.

La gráfica de estos días dibujaría una línea casi de euforia el jueves por la tarde, estaría bien arriba el viernes por la mañana, iría bajando el viernes por la tarde y el sábado por la mañana y tocaría el cenit (qué bonita palabra, estaba deseando usarla) el sábado por la tarde y el domingo por la mañana. A partir del domingo por la tarde, la mejoría se va produciendo de forma paulatina y hoy hasta me he atrevido a preparar una crema de calabaza que me apetecía para comer. Sigo teniendo algunas molestias y las bebidas frías me siguen sabiendo a rayos, pero que ya ha pasado lo peor está fuera de toda duda.

Hoy también me he puesto la última de las cinco inyecciones de Granocyte 34,y desde este momento hasta que vaya a la segunda sesión, el 21 de agosto, ya no tengo que tomar más medicación. Ahora lo único que tengo que hacer es reponerme poco a poco e intentar pensar lo menos posible en lo que me queda por delante. ¿Qué era aquello que decía no sé qué chino de que hay que ponerse de espaldas al camino recorrido y de cara al que nos queda por recorrer? Venga, vosotros que sois tan listos y que citáis tanto, aclarádmelo.

lunes, 4 de agosto de 2008

Un poco de historia (IV): "El Hombre Que Nunca Sonríe"

El lunes 5 de mayo, pertrechada con todas las pruebas supuestamente necesarias, fui a la consulta del doctor T. Si alguien recuerda la película protagonizada por Richard Gere, que la olvide ya: mi doctor T., conocido también a partir de ahora como El Hombre Que Nunca Sonríe, no puede estar más lejos del médico encantador que retrata el filme. Lo suyo no son las relaciones sociales con las pacientes ni con sus familias, no vaya a ser que la confianza se desborde y tenga que verte como algo más que una patología del seno. Hoy, después de haber pasado por sus manos dos veces en un quirófano y haberme visto más de una docena de días en su consulta, amén de otros cinco o seis en la clínica, continúa sin saber cómo me llamo, ni cuántas veces me ha operado.

El Hombre Que Nunca Sonríe me hizo entrar con una hora y media de retraso en su consulta, marcando desde el primer momento lo que es una constante en nuestra relación. Además, en la sala de espera tiene revistas con una antigüedad mínima de ocho meses, así que, después de la tercera visita empecé a hacer algo, que se ha convertido en una costumbre: antes de entrar me compro una revista, la leo allí (me da tiempo a aprenderme artículos enteros de memoria) y, después, la dejo encima de la mesa, como si fuera de la consulta. Me encanta ver cómo otras pacientes, aburridas tras horas de espera y de remirar las mismas fotografías semana tras semana, se lanzan en plancha hacia la nueva publicación en cuanto toca el cristal del mueble.

El doctor T. ni siquiera echó un vistazo a las pruebas que le llevé. Funciona sin ordenador, y como los rayos X me los dieron en un CD, me pidió que me lo imprimiera yo misma y que, si el informe recogía algo sustancial, se lo llevara. La ecografía y las analíticas tampoco merecieron su atención más de treinta segundos. En cambio, me dijo que quería una resonancia magnética nuclear y una biopsia con aguja gruesa (una BAG) y que, además, me las tenía que hacer en una clínica determinada del centro de Palma, donde, desgraciadamente, los funcionarios no podemos ir porque nuestro seguro privado es de segunda división. Insistió en que las dos pruebas tenían que ser de allí y me entregó una carta –manuscrita, claro- para el radiólogo que me haría la punción y otra para el seguro. Al día siguiente debía ir a la clínica personalmente a pedir hora y a solicitar autorización a mi compañía sanitaria.

Efectivamente, al día siguiente fui a solicitar cita y la chica del mostrador ya me dijo que mi seguro no me lo autorizaría. Insistí en que me dieran hora, dispuesta a pagar las pruebas de mi bolsillo si hacía falta. Con dos citas, una para el día siguiente y otra para el siguiente lunes, salí de la clínica y me fui al seguro, donde, la verdad, no tuve que llorar nada para que me autorizaran las pruebas. Creo que el hecho de invocar el nombre del doctor T. impone incluso a las administrativas de la sanidad privada. Aun así, no deja de ser otro motivo de congoja pensar si vas a tener problemas para que te hagan las pruebas que tu médico solicita, pero así funciona un sistema donde lo que prima es el dinero. Yo ya no soy rentable.

A todo esto me quedaba lo peor: decírselo a mis padres. Lo sabían algunos íntimos y me daba miedo que llegara a los oídos de mi madre a través de una tercera persona. Imaginé la escena muchas veces durante los días previos y al final resultó más o menos como yo lo había previsto. La cosa empezó con un “tengo algo que deciros, algo malo, pero quiero que estéis tranquilos” y acabó con una reacción por parte de los dos que fue la que yo esperaba: mi padre aparentó calma y dijo algo así como “no te preocupes, no pasa nada”, quitándole importancia, y mi madre se lo tomó bastante a la tremenda. Entre otras cosas, ella no entendía que hubiera pasado por el proceso hasta ese momento sin decirle nada (“solita, como si no tuvieras familia”, creo que fueron sus palabras exactas). Mi madre no acaba de entender que hay cosas que yo siento que tengo que hacer sola; de hecho, cuando he necesitado su ayuda (o la de otros), la he pedido. Pero si no hay necesidad de preocuparse por anticipado, ni de sufrir antes de tiempo, ¿por qué hacerlo? Después alguien me dijo que Luz Casal llamó a su madre momentos antes de entrar al quirófano, y yo la entiendo: se trata única y exclusivamente de ahorrar sufrimientos a los que quieres. Seguramente volvería a hacerlo igual.

El miércoles 7 me hice la resonancia magnética nuclear, el fin de semana me fui con dos alumnos del Instituto que habían ganado un concurso de Caja Madrid a pasar tres días a la capital, el lunes me hice otra analítica necesaria para la prueba del día siguiente (porque hay riesgo de hemorragias y hay que mirar la coagulación de la sangre) y el martes 13 de mayo me hicieron la punción con aguja gruesa. Cuando digo que empiezo a tener más informes archivados que el FBI no exagero.

domingo, 3 de agosto de 2008

Los días más duros


Esto de la quimioterapia sí que es heavy metal, incluso para una de Bilbao como yo. Si hasta se me han quitado las ganas de comer y todo, que en mi caso ya es grave.

El jueves salí, ya os lo expliqué, como una rosa de la primera sesión. El viernes por la mañana tampoco me encontraba demasiado mal: volví dos veces a la clínica por el asunto de unas inyecciones para regenerar los glóbulos blancos que me tengo que poner durante cinco días seguidos (no me digáis que no es absurdo, que te lo maten todo y que luego te den medicamentos para que se te multiplique) y, excepto unas leves ganas de vomitar (cortadas de raíz con más pastillas) y una especie de leve mareo, no me sentía mal. Estaba hasta valiente y todo y pensaba que, si ese era el segundo día –en teoría, el más duro-, la cosa se podía sobrellevar con mucha facilidad. La enfermera de la clínica me dijo que al día siguiente no me encontraría tan bien (no dijo “peor”), y tenía razón.

El viernes por la tarde empecé a sentirme peor y ayer, sábado, alcancé un nivel de cansancio infinito que no puede ser descrito. Hasta para darme la vuelta en la cama me lo tenía que pensar. Ducharme fue como correr la maratón y la hazaña de pasar de la cama al sofá se me asemejó a la última final de Wimbledon. Y eso que creo que puedo sentirme afortunada, porque de todos los efectos secundarios que se pueden tener, lo único que noto son las ganas de vomitar (que no llegan ni a la categoría de náuseas), la boca como pastosa, un ligero mareo y, sobre todo, esa sensación de que no poder ni con mi alma.

Esta mañana ha sido incluso más dura, pero después de comer he dormido un ratito de siesta y me he levantado algo mejor. No es para tirar cohetes, pero creo que a partir de ahora remontaré. Desanima algo pensar que tendré que volver a pasar otras cinco veces por esto, pero la buena noticia es que, justamente, sólo me quedarán otras cinco.

Lo de la comida es curiosísimo. No tengo hambre, pero me obligo a comer poca cantidad de tanto en tanto, y en un momento me apetecen las cosas más extrañas (nocilla, pan con queso, leche preparada…), que media hora después no puedo ni oler. Lo que ingiero ha dejado de tener el sabor que tenía y, sin embargo, el agua tiene un gusto metálico de lo más extraño.

Siento mi cuerpo como una especie de campo de batalla: unas fuerzas pugnan por conseguir una cosa y otras por todo lo contrario. Mientras, yo estoy en medio agotada, pero confortada por todos los mensajes de ánimo y por todas las fuerzas que me hacéis llegar.

Os aseguro que mañana estaré mejor. Me hago ese firme propósito.

viernes, 1 de agosto de 2008

Un poco de historia (III): "No puedes tener tan mala suerte"

Con el inquietante informe del radiólogo me fui a ver al doctor M., quien intentó tranquilizarme con la frase “No puedes tener tan mala suerte”, refiriéndose sin duda a los problemas de salud que había tenido hasta entonces y que ya me habían hecho pasar por el quirófano más de media docena de veces. En ese mismo momento me hizo una PAAF (una punción con aguja fina que forma parte, con la exploración clínica y la técnica de imagen, de la tríada diagnóstica para el cáncer de mama) y me dijo que el miércoles de la semana siguiente tendría los resultados. Cuando salí, oí cómo le decía a la enfermera que llamara a un mensajero para dar máxima prioridad a la muestra tomada. Supongo que no le gustó lo que vio.

El martes 22 de abril yo estaba en Madrid, de viaje de estudios con mis alumnos de 4º de ESO. Frente a la Casa-Museo de Lope de Vega, a primera hora de la mañana, recibí una llamada de la consulta del médico: debía pasar urgentemente por allí ese mismo día. No era posible: no volvíamos a Mallorca hasta el día siguiente por la noche, así que me dijeron que el miércoles me esperarían en la consulta, que debía pasar por allí sin falta, pero no me quisieron dar por teléfono el resultado de la prueba, que ellos ya sabían. Tampoco hacía falta ser Sherlock Holmes para darse cuenta de que, definitivamente, aquello no iba bien.

Pasé como pude aquellos dos días, intentando que los críos no notaran nada, pero el miedo es libre y no podía dejar de pensar en lo que me iban a decir. El miércoles me estaban esperando en el aeropuerto y, sin maleta ni nada (¡gracias Tana y Rubén por ocuparos de todo!Para quien no los conozca, son la chica y el chico tan estupendos que están conmigo en la foto, tomada justamente el día del libro en El Retiro), fui a ver al ginecólogo. En cuanto entré por la puerta me dijo: “lo siento, pero sí has podido tener tan mala suerte. Es cáncer”. He de reconocer que casi me enfadé con él y que muchas cosas de las que me dijo después me las tomé a mal: no entendía que la solución fuera que me tomara orfidales para dormir ni que asistiera a sesiones de terapia, como mínimo todavía no. En aquel momento yo quería saber y él me ofrecía un grupo de apoyo y lo que a mí me parecieron perogrulladas: “Hay dos formas de aceptar el cáncer: con optimismo o con pesimismo” “¿Con optimismo? –le dije- ¿El cáncer se puede afrontar con optimismo?” Creo que me quería decir que tenía que afrontar con entereza lo que venía, pero esa especie de compasión en aquel momento no me sentó bien. Lloré mucho allí mismo, y era la segunda vez lloraba por mi pecho después del viernes anterior, cuando tuve la brillante idea de ir a ver la última película de Isabel Coixet, “Elegy”. Los que la hayan visto sabrán por qué derramé tantas lágrimas, que diría un cursi.

Salí del ginecólogo deshecha, cabreada con él, con cuatro talones para diferentes pruebas médicas que iba a necesitar más adelante (análisis de sangre, ecografía abdominal, Rayos X de tórax y gammagrafía ósea) y con el nombre de un especialista en senología, el doctor T., según mi ginecólogo el mejor en Mallorca. La enfermera del doctor M. se encargó de concertarme una cita con él para el lunes 5 de mayo, con tiempo suficiente para que le llevara todas las pruebas que me iba a hacer la semana siguiente.

Dije antes que no he querido consultar nada por Internet y que sólo había mirado una cosa: qué es una gammagrafía ósea y para qué sirve. Me enteré de que era una prueba que se hacía para detectar metástasis en los huesos y que requería de un líquido de contraste y algo de paciencia para no moverse mientras le fotografían a una el esqueleto. La prueba dio bien, tuve los resultados el mismo día en que me la hice, el miércoles 30, y lo cierto es que respiré aliviada: después de “cáncer”, la peor palabra que alguien puede leer o escuchar en estas circunstancias es “metástasis”.