Por fin ayer, un año después de que estuviera terminado, firmé la compra de mi piso. Hay una cuña de radio que empieza justo así y acaba aconsejándote que contrates un abogado. No me extraña. El miércoles me aseguraron que ya había pasado la inspección y que todo estaba correcto y en la misma notaría el apoderado de la constructora me sale con que no, con que el abogado del Ayuntamiento estaba de vacaciones y no ha podido pasar. Si no hubiera sido porque si no firmaba en aquel momento tenía que devolverle a Hacienda un dineral de las desgravaciones de la otra casa, me levanto y me voy. De hecho, el notario me aconsejó que no firmara y que lo aplazáramos hasta que todo estuviera correcto. Ojalá hubiera podido hacerlo.
Tener el piso supone un motivo de preocupación añadido, porque voy a tener que acondicionarlo, pelearme con todo el que pase a hacer algo por allí cobrando (fontaneros, albañiles, carpinteros, cerrajeros, montadores de cocinas, embaldosadores, yeseros, pintores, herreros, administradores de fincas… la lista es infinita y está llena de terroríficas posibilidades) y hacer una mudanza más, todo ello entre sesión y sesión de quimioterapia.
Sabéis que no creo nada en estas cosas, pero hace muchos años, una alumna mía de la academia de español, justamente la madre de aquel chico del que conté que entró llorando el día en que cayó el Muro de Berlín, se quiso despedir de mí con un regalo en su último día de clase. Como se estaba sacando el título de ciencias ocultas en una universidad alemana (¡lo prometo!), me regaló mi carta astral y, entre otras cosas que ahora no vienen al caso, me predijo que en mi futuro me veía viviendo en muchas casas. “¡Ostras, pensé yo, eso es que me voy a casar con un millonario!”, y en mis fantasías de postadolescente me veía viviendo en la Costa Azul –y diciéndoles a mis hijos que no se juntaran con los de Carolina, que estaban muy mal educados-, en Aspen –que no tenía ni idea de dónde estaba, pero sonaba bien, ¡que me aspen!, perdón por el chiste malo, pero no me he podido resistir-, en la Toscana –siendo vecina de George Clooney, aunque entonces ni sabía de su existencia-, en Barbados –discutiendo siempre con el servicio, porque estos caribeños ya se sabe cómo son- y en Martha’s Vinyeard –compartiendo club de campo con los Kennedy supervivientes.
Lo que aquella mujer me pronosticó se ha cumplido, vaya que sí, pero lo que no me dijo es que la mayoría de las casas que ocuparía serían de alquiler o pagadas con el sudor de frentes proletarias. Haciendo un recuento rápido me salen como trece. Para empezar, no es muy normal haber vivido en cuatro casas diferentes con tus padres, y se trata de las que recuerdo, porque de Bilbao no tengo memoria; para continuar, ya independizada, me salen dos en Ibiza y, cuando volví a Mallorca, la de la Bonanova, el piso de Rodríguez Arias, el de Felanitx y, en Pollença, dos de alquiler, más la casa de la calle Creus y ahora el piso nuevo.
Las ventajas de todo esto son que he desarrollado una rara habilidad para las mudanzas y que no he tenido que pasar por un divorcio lleno de abogados carísimos, después de descubrir que mi marido estaba liado con su secretaria de veinte años. Haber tenido que elegir entre la villa del lago Como y el chalé estilo suizo de Bariloche me habría roto el corazón.
(La fotografía de arriba es del edificio donde me he comprado el piso y lo que viene a continuación son sus planos)